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PUBLICADO COMO ‘EL PODEROSO RESORTE DE NUEVA YORK Y LO VIRTUAL’
REVISTA (A+C) N°3. USACH 2010. PP. 119-127
INTENCIÓN
Un trozo de metal puede clasificarse por el acuerdo de un amplísimo grupo humano; un martillo o un automóvil aún son relativamente fáciles de clasificar, pero no parece ocurrir lo mismo con objetos de índole creativa, como los edificios de autor. Son edificios, desde luego, pero no es difícil percatarse de cuantas otras extrañas presencias vienen en ellos encarnadas. Tomando eso como punto de partida y considerando el Museo Guggenheim proyectado por Frank Lloyd Wright para Nueva York como sujeto de análisis, haré una breve reflexión sobre esa cualidad volátil que la materia del edificio de autor adquiere en la cultura.
ACCIÓN
Estaba parado frente a uno de esos centros comerciales de rampa helicoidal continua que tuvieron su auge en Santiago hacia la década de los setenta; el «caracol» que se hace ampliamente visible en el cruce entre las avenidas Irarrázaval y Pedro de Valdivia. Si miraba exclusivamente su «forma», podía ver sin duda la cáscara enrollada de una fruta, la concha de un molusco o, ciertamente, ese cilindro vacío orientado al cielo que, al agrupar hormigón y vidrio en espiral a su alrededor, hizo aparecer por primera vez el museo Guggenheim de Nueva York; el mismo que alguna vez Borges, casi ciego, percibió como cualidad esencial de aquel edificio: «…yo no podía distinguir los objetos —expresaba el escritor argentino— pero sí la luz, y notaba que el recorrido no era en línea recta (…), íbamos bajando en círculos, porque la luz siempre estaba a la derecha; una luz que provenía de una cúpula de cristal, me dijeron, y que yo notaba sobre mi cabeza como si no estuviéramos en un edificio sino al aire libre…» (Grau, 1989). Pero lo que sobre la apariencia de esas formas pasaba a primer plano ante mi percepción, y aunque caído en desuso tras la aparición del espacio indiferenciado que propuso después el shopping mall, era el uso de esas formas como modelo para reproducir edificios comerciales; otra muestra notable de lo cual, la tenemos en ese otro caracol, menos evidente porque tiene la mayor parte de su cuerpo incrustada en el subsuelo, que aun se encuentra en el cruce entre Los Leones y Providencia. En síntesis, estaba mirando un edificio tan «regularizado» como puede serlo el departamento que habito, la casa seriada de aquel barrio o la torre de cristal que aloja oficinas más allá; una neutralidad instrumental que, como la tramoya de un escenario vacío, permite a las personas que la usan poner en primer plano el desarrollo de sus propias vidas por sobre cualquier otra cualidad arquitectónica ofrecida; una neutralidad que sitúa a esa estructura que la porta, y en el sentido más pragmático del término —de constituir un bien para las necesidades de una mayoría—, como un edificio «concreto»; naturaleza muy distinta por cierto, a la del museo que habría servido de referente, cuya singular concepción ocurrió probablemente cuando, en 1943, Frank Lloyd Wright recibió la carta en la que Hilla von Rebay, consejera artística de Salomón R. Guggenheim, le pedía que diseñase una suerte de «templo dedicado al espíritu». Con esa significación solicitada, y a la espera de que fuese la que recibiesen las personas al verlo, el edificio apareció construido un día, pero suscitando en cambio, una percepción, a lo menos distinta e inquietante, que despertó en clientes, autoridades, artistas y la opinión pública, un sinfín de polémicas sobre su naturaleza, ninguna relacionada por cierto con la idea de un templo. Comenzando con el desagrado del propio Wright a hacerlo en ese lugar, el edificio lidió con una serie de percepciones capciosas emitidas desde la cultura: ¿qué era?, ¿un excusado o una fuente?, ¿un espiral geométrico o un zigurat invertido?, ¿el embrión para un espacio existencial de mínimo roce o un juego mecanicista al que había que subir por un elevador para dejarse conducir gentilmente y en descenso por la rampa helicoidal? A través del tiempo fue llamado sarcásticamente «caracol», «lavadora», «bollo indigestible» o «tazón de cereal invertido»; «si era un error —opinó el escultor Jacques Lipchitz— era uno bien grande»; …«sólo se comprimiría y estiraría como un poderoso resorte», opinó finalmente el propio Wright, al expresar con orgullo que su edificio sobreviviría incluso una explosión atómica.[1]
REFLEXIÓN
Cabe entonces la pregunta: ¿por qué los edificios «singulares» que produce la disciplina de la arquitectura, que su propia historia aplaude como grandes logros, y que han sido proyectados bajo la vocación sincera de celebrar la vida común de las personas, quedan frecuentemente atrapados en un modo de comprensión —popular, intelectual, económico, político o de consumo— muy diferente al que sus autores o la lectura disciplinar hubiesen imaginado, recibiendo generalmente apatía, recelo o distanciamiento y sólo en el mejor de los casos, alguna discreta admiración? La cultura, diríamos conjeturando una respuesta, aún sin haberlos entendido, opta por recibir estos edificios desde la posibilidad que le presentan de ser «clasificados» como pertenecientes a un «tipo»; justamente, al tipo de edificio que, en oposición al que ese mismo ajuste ya ha clasificado como regular, se caracterizaría por venir cargado de cierta incomprensión innata, de cierto sentido inestable mayormente construido en la mente que lo creó, y de una materialidad volátil que acepta ser definida desde diversas alusiones, referencias y nombres; un tipo de máquina extraña que viene finalmente a ejecutar una música nueva, que en vez de hacernos bailar instintivamente, de haber tomado ritmos y cadencias existentes, ejecuta el son de una danza inédita que debe ser realizada bajo una suerte de incondicionalidad y entrega casi mística; un tipo de edificio que, de ese modo, se constituye una experiencia opcional, de evasión, reflexión o juego que, como tal, hace lícito el abordarla con menos rigor o importancia.
De pronto, el mecanismo del caracol ante el cual estaba parado, me pareció ser el de una máquina espiral aún más compleja que su referente, pues al llevarlo activado retrospectivamente de manera tan literal, quedaba ciertamente poseído por una inmaterialidad varias veces más siniestra que la del edificio de Nueva York; una inmaterialidad que, sin embargo y por costumbre, las personas no estaban en capacidad o interés de captar. Esto me llevo a considerar, también de un modo cultural, que aquel ejercicio de clasificación del edificio singular que produce la disciplina de la arquitectura por parte de la personas, podría esconder en realidad un problema de comprensión, para cuya solución intuí dos posibles caminos. El primero, consistiría en que, al estar ante uno de estos edificios singulares, el observador o usuario se niegue a hacer ese ejercicio cultural de clasificación y proponga a su mirada, como lo hace la fenomenología, poner entre paréntesis lo sobreentendido para poder ver el puro recipiente en el que han sido calzados unos determinados fenómenos; o dicho de otro modo, que esa mirada, que sabe que con las cosas limitadas del mundo cabe, por «puro gusto» como decía Baudrillard, hacer su inventario, pudiendo «clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como se hace con una flora o una fauna», clasifique a este edificio como un objeto per-se «inclasificable»; pero eso sí, sosteniendo la premisa, y sería esto lo más importante, de que como igual a todo objeto, éste también habría «aparecido para transformar alguna cosa» (2004, p.1), y aceptando que no podría haber aparecido a menos que a su materia se le hubiese «in-formado», y que por consiguiente no sería ni verdadero ni falso sino formalmente «conveniente» (flusser, 1999), intentar «ver» la naturaleza de esa labor de transformación. Allí, la mirada habría aceptado que, así como la forma edificio puede usarse para materializar un dintel, una columna o un muro, también para materializar la memoria, el aire, el neuma, el sufrimiento o el éxtasis; habría aceptado que la deformación que Wright perpetró en el hormigón perecedero del Museo, fue hecha para hacer aparecer un mundo formal imperecedero que ya existía, en las conchas de moluscos, en los zigurat, en las pirámides escalonadas y en diversos recipientes platónicos; mundo que, en tanto susceptible de recibir una mirada teórica, también pudo usarse después para rellenar la materia perecedera de unos edificios comerciales regularizados en Latinoamérica. Pero como normalmente no vivimos interesados en realizar este ejercicio cognitivo, que lo que nos vendría a decir es que toda materia lo que contiene al final es nuestra propia experiencia, el segundo camino posible en la solución del problema de comprensión que suscita a la mirada el edificio singular, sería el de contemplar, desde su propio nacimiento, la posibilidad de que la forma entregue por sí misma la clave del entendimiento de su singularidad; es decir, que se ejecute el proyecto del edificio desde el compromiso disciplinar de estudiar de antemano qué cosas, en tanto máquina que va a procesar la materia, habrá de transformar al instalarse en la cultura, y subsecuentemente, arrojar de ello una imagen literalmente comprensible.
Llegado este punto, tuve que admitir cierta la posibilidad tercera de que lo más sensato bien podría ser el no conjeturar a tales extremos, y aceptando tanto la levedad de la mirada como la subliminalidad del edificio singular, simplemente dejar que estas obras sean lo que son: unos fabulosos engranajes que atormentan nuestra conciencia cada vez que entramos en ellos invitándola a una suerte de ceremonia dada entre lo material y lo inmaterial …bienvenidos al templo.
[1] Datos obtenidos de un Articulo de 1959, publicado en la versión en línea de la revista TIME. Time Magazine, LAST MONUMENT, November 2, 1959. Fecha de consulta: 10 de Noviembre de 2008.
Baudrillard, J. 2004. El sistema de los objetos, Siglo XXI Editores, Buenos Aires.
Flusser, V. 1999. Filosofía del Diseño, Editorial Síntesis S. A., Madrid.
Grau, C. 1989. Borges y la Arquitectura, Editorial Cátedra, Madrid.