ESCALERRA

APUNTE, ND

Y aquí voy otra vez, bajando por esta escalera incómoda que, para unir el patio de madera con la biblioteca que está debajo, a un arquitecto se le ocurrió diseñar y construir. La primera vez que bajé por ella sus escalones, de poca altura y ancho excesivo, hicieron tan lento el descenso, que para desentorpecer los pies, e intentar mantener un ritmo natural, tuve que descender de a dos peldaños. Pero haciéndolo de ese modo, el impacto de cada paso se volvía tan violento y ruidoso, que al repercutir, tanto en mi cuerpo como en la paz de la biblioteca, no quedaba otra opción que la de volver a ejecutar los interminables pasitos cortos. Después, encontré un escrito que la definía como un dispositivo de transición; uno, cuyo propósito era justamente el de adaptar el descenso al cambio de ambientes. Se trataba, según ese escrito, de un artefacto que, en lugar de unir progresivamente las cualidades de los dos espacios que vinculaba debido a una adaptación consciente por parte de quien descendiese, operaba más bien como un torniquete del metro o un resalto en la calle; es decir, al modo de un mecanismo cuya función, independiente a la consciencia del descendente, era la de «atenuar» sus pasos, adaptando obligatoriamente el caminar entre lo que era «arriba, afuera y bullicio», y lo que era «abajo, adentro y silencio». Hoy cuando la uso, ya no me toma por sorpresa; ahora, esa obligación a ejecutar esa suerte de danza a un ritmo distinto, es para mí su forma de ser; una forma que me volvería a sorprender si, con la repetibildad de los torniquetes o los resaltos, comenzase a aparecer en otras escaleras, y que dejaría de sorprenderme del todo si su forma terminase por convertirse realmente en la de algo habitual; en la forma de ser de muchas escaleras ahora trasformadas en «atenuadores»: un tipo de artefacto común que, a esas alturas, ya no necesitaría que una voz externa lo explicase o que explicase que su aparición no contiene un error, porque su concepto ya sería parte de la cultura.[1] Pero cada vez que uso la escalera, también me da por pensar, que no es tan fácil unir el ser de un objeto útil hecho en la usanza o la habitualidad, al ser de un mecanismo nuevo que se tenga a bien imaginar, y que al menos por ahora, es injusto dotar de esa responsabilidad a la escalera alterándole sus peldaños, convirtiéndola en una anomalía cuya rareza (o error), si me lo preguntan, sí le añade al mundo un cierto interés.

[1] Es algo parecido a lo que ocurre con las escaleras mecánicas. En ellas, uno acepta la imposición maquinal de un artefacto, de un ingenio que sabemos oculta bajo la apariencia de una gentil escalera, sin que nadie deba explicarlo, un enorme animal silencioso de engranaje, cadena metálica y electricidad. Pero es un ingenio abiertamente esclavo que ya ha sido adjudicado a la categoría de las cosas utilitarias puestas allí para hacer de la mejor manera lo que se espera que hagan. La escalera mecánica no reclama la atención de quien la usa por el hecho de que altere su respiración o su paso; esa alteración, que sí ocurre, ya no es en sí misma algo peculiar. ¡Y claro que podría este animal mecanizado y de dócil apariencia encarnar a un ser demoníaco! Pero ello estaría inserto en una reflexión opcional permitida justamente por estar construido bajo esa ley implícita según la cual, ya se ha aceptado que las escaleras están hechas para suavizar el roce entre espacios comunicados a diferentes niveles; espacios que, en cambio, sí pueden estar animados de maneras inusuales porque los espacios, más que las escaleras, son los que afectan a las personas, y las personas, más por los espacios que por las escaleras, parecen desear ser afectadas. Quien ha hecho antes escaleras, las ha hecho expresamente para que pasen desapercibidas o sobreentendidas; para que quien las use evoque la experiencia que le han facilitado; tal como cuando se brinda o charla con un amigo, y lo que se recuerda, por sobre el recuerdo del músculo siendo impactado por un vaso o un asiento, es la peculiaridad del contenido humano expresado. Pero es también posible, y hay que admitirlo, que de vez en cuando la peculiaridad de un vaso o un asiento sí ayude a fijar en la memoria de una manera especial la experiencia humana de un brindis o de una charla.