CARILLLÓN DE VIENTO

FICCIÓN, ND

Subiendo por la escalera de salida del metro, la primera imagen exterior que capté fue la de un rostro, no del todo desconocido, protagonizando un gran cartel publicitario colgado de la fachada de un edificio. Peldaños más arriba, cuando apareció la fotografía de cuerpo completo, recordé que hacía unos minutos, en la estación de embarque y como sin engancharme en ella, había visto sesgada una copia del mismo cartel. Tal como la ubicación nada fortuita del cartel en ese ángulo inevitable a la mirada al subir por la escalera, todo en la fotografía del sujeto, hasta su propia apariencia «cuidadosamente descuidada», respondía a una puesta en escena intencionada que aludía al típico resultado de analizar targets en estudios de mercado; era la recreación de los atributos que una persona debía tener para identificase con el grueso de la masa diaria de viajantes sugiriéndoles, desde el primer rebote de la mirada, esa misma sensación de familiaridad.
Pero ¿y si se trataba de alguien que realmente era así, a quién con naturalidad sólo se le había tomado una foto? Con la duda, me abordó una especie de vértigo; no tanto por el acertijo circular sobre la identidad del sujeto, la naturaleza extraña de lo que llamaríamos «real» o el cómo mutan las cosas en manos de una sociedad de consumo, sino porque ésa cosa en particular, el trozo de papel puesto sobre la muralla, se me estaba presentando impreciso; a ratos compacto y simple, pero por momentos, provisto de contornos gigantes y de una sombra que le brotaba, tan colosal y difusa como la magnitud del propio aparato publicitario que habría concertado la imagen y articulado la copia mecánica del resto de facsímiles diseminados estratégicamente por las vías de la ciudad. El cartel palpitaba como un órgano muscular en mi cabeza, colapsándose sobre sí mismo algunas veces, y otras, hinchándose hasta casi explotar.
Me pareció entonces que muy pocas de las cosas que me rodeaban podían quedar contenidas en un perímetro visible, la mayoría se completaba con algo inmenso e indefinido que era parte de ellas y que estaba expuesto sólo de manera tácita, haciéndolas más voluminosas y de forma distinta a como creía antes que eran. Si el edificio que soportaba el cartel parecía alternativamente un mueble, un aparato electrodoméstico o un adorno de escritorio, era porque todas esas cosas eran parte de un objeto mayor que las agrupaba: el objeto de diseño contemporáneo. Si vibraba el teléfono en mi bolsillo, su contorno era, menos la carcasa que lo contenía, que las cosas que estaban afuera conectándolo con el interlocutor distante, con el operador remoto que envía servicios adicionales y ofertas de uso que sigilosamente se le adhieren a diario, o incluso con la nueva generación de artefactos de relevo que de seguro ya estaba esperando en las mesas de diseño; todo ello accediendo a la humilde carcasa con la misma facilidad con la que mi mano la tomaba normalmente al contestar una llamada. El teléfono era nada más que un punto de roce, un asa con la que mi mano distraída tomaba esa maraña enorme e invisible de relaciones que la devoraba. No por otro motivo —pensé entonces— las arquitecturas de vanguardia toman elementos de espontaneidad, como cajas o vasijas golpeadas o hipertrofiadas, racimos de ventanas desordenadas, o la simulación de desprendimientos, fracturas y derrumbes, para transformarlos en cosas habitables; buscan reconstruir individualidad, pero muy conscientes de que al final, probablemente, contribuirán con ello sólo a sumar más lenguajes periféricos a las cosas mismas.
Entré a la casa con la sensación de esa voluminosidad atroz de las cosas aún acompañándome. Pulsé el interruptor de la luz y… ¿cuál era su contorno? No era el borde de su forma. La pequeña pieza atornillada al muro era el simple muñón de un aparato eléctrico escondido que ejecutaba el espectáculo, mucho mayor, de la noche incandescente; una fisonomía probablemente, la de ése aparato, como la de un gigantesco arbusto seco que se ramificaba al interior y hacia afuera del edificio. Me centré después en dos pequeñas cajas de cartón que estaban a la mano; una era irregular y con una cara curva, la otra perfectamente cúbica. La caja curva, debido a su peculiar contorno, no dejaba de incitarme a adivinar de qué cosa podía haber sido embalaje; no podía separarla de eso que, sin estar allí, sin ser ella misma encarnada en espacio y tiempo real, la preformaba. Era un recipiente abandonado; el resto visible que invocaba el enorme aparataje de su existencia sin llegar a revelarlo. De la otra caja nada de eso me preocupaba; parecía estar presente, completa y lista para cobrar un sentido a partir de lo que se me ocurriese guardar en ella; pero luego, aparecieron elementos externos rodeándola tan excéntrica y remotamente como el contenido ausente que había hecho curva a la otra caja. Por un lado, estaba presente de manera tácita la idea inabarcable de un cubo mental perfecto interpuesto como tamiz insalvable entre ella y mi percepción, y por otro, cuando la desarmaba, aparecía implícito en el contorno plano de la figura de cartón resultante, el procedimiento para su reproducción, la presencia fantasmal de una maquinaria desconocida con un probable set de guillotinas bien calibradas para cortar figuras que, al ser dobladas y ensambladas, armasen cajas de varios tamaños, incluso cajas curvas. En su imprecisión, estas cajas no eran diferentes al cajetín plástico del interruptor que estaba empotrado en el muro, ni a ninguno de los que, amontonados en el anaquel del almacén de suministros eléctricos, los electricistas cogen en puñados pensando no en otra cosa que en los circuitos que armarán. Los únicos contornos precisos parecieron entonces estar en las cosas dentro de mí, en sensaciones como la del vértigo voluminoso que me invadía, que si trataba de comunicar, no podía sacar de mí más que como una idea general que no explicaba lo que sentía. Nada tenía que ver la idea de un «vértigo voluminoso» escrita o mencionada, con el sentirlo, con el instante vertiginosamente voluminoso que quedaba confinado dentro de mí como una piedra de contornos exactos, como una abertura dolorosa en la carne hecha por la punta fría de una lanza cuyo mango impreciso se aleja para internarse difuso en el espacio de allá afuera; un espacio lleno de cosas que funden su individualidad material con su idea al extremo de hacerse ya imposibles de ser separadas.
A la cosa perfectamente individual que era mi vértigo voluminoso, no la podía extirpar para ponerla en un tubo de vidrio y verla en sí misma separada de su idea general, pero sí podría hacerlo quizá con una cosa material, sobre cuya hechura si tuviese control; allí, sí sería posible ejecutar la separación. Podría, tal vez, sacar uno de esos cajetines eléctricos de su plan predestinado y usarlo, por ejemplo, de portalápices en mi escritorio, esperando pacientemente que el electricista que se siente frente a mí sienta la urgencia a reinstalarlo inmediatamente en algún circuito. Y fue tras esta especulación que algo inesperado de pronto sucedió. Al imaginar un cajetín eléctrico puesto en la mesa con lápices en su interior, los contornos del nuevo «portalápices» pasaban a coincidir con los bordes de su forma; su antigua voluminosidad inabarcable se reducía de algún modo al cuerpo presente; el cuerpo de una cosa individual que, debido a que no perdía su significado original, tampoco conservaba el actual más allá de ese momento preciso, porque si se reinstalaba en un circuito o se tiraba a la basura dejaba de ser, en el acto, un portalápices. Ya no parecía tan difícil construir una caja que conservase sus contornos definidos. Así como el cajetín no había sido antes un portalápices, esta nueva caja debía procurar no haber sido antes un embalaje convertido en forma técnica repetible. Amarré entonces, siete de las fichas de un dominó de madera y configuré con ellas un recipiente con cuatro paredes y un fondo, pero sin tapa, y obtuve una caja hecha con partes que no eran las de una caja, pero que pudieron ser tomadas prestadas para usarse como tales. Era una cosa que no servía para nada fuera de su circunstancia presente y que devenía, por ello, en una individualidad cuyo límite coincidía estrictamente con su contorno material. Era un objeto abierto, vacante y subjetivo que no era engranaje de ningún sistema de eficiencia, y que estaba listo para recibir en su interior monedas, lápices, tarjetas, algunas de las restantes piezas del dominó o lo que fuese. No pude entonces evitar imaginar la silla en la que estaba sentado, sustituida por una de contornos nítidos. Tendría que estar despojada de la mayor cantidad posible de significados accesorios; del aporte de un diseñador, de los rastros de mecanismos industriales de producción, del oficio de un artesano y en fin, del ejercicio social progresivo que la habría hecho óptima, factible y repetible. ¿Qué quedaba al final? Ciertamente una silla que no se querría duplicar, despojada de todo excepto de ese impulso connatural que habría llevado a quien usó la primera jamás construida, a recolectar y combinar partes de una manera simple. Y las que así se comportan son, en efecto, aquellas casuales, similares a las que usan cuidadores de autos, verduleros o limpiabotas en la calle, hechas de partes recolectadas —asientos huérfanos, tablas, tubos, gomas, bastidores, alambres o sencillamente un recipiente vacío puesto boca abajo— que pueden o no haber pertenecido a otras sillas, pero que ayudan a armar una estructura provisional; una estructura que indudablemente surge de la cultura, pero que no se asimila a sus sistemas de regularización porque, después de usarse, tiende a desaparecer.
Resonó entonces el carillón de viento que está colgado del techo en algún lugar de la casa.[1] En otro momento, el campanilleo hubiese pasado desapercibido, pero en el curso de esta especulación, no pude evitar imaginar un campanil individual, uno que no imitase un modelo ni expresase en su ensamblaje ningún virtuosismo aprendido. Como la silla, la caja de siete fichas o el portalápices, habría de ser un objeto armado en el instante a partir de unas partes individuales que en su completitud estableciesen, debido a un diálogo factible entre ellas, una forma de relación que no pudiese extraerse como propiedad aplicable a otra cosa. No podía estar hecho más que de partes para las que no se diseñaría una forma de articulación estética o mecánica, sino que simplemente se aproximarían; porque cualquier articulación planeada implicaría haber modelado la materia, haber impreso un estilo, haber hecho aparecer un ensamblaje que ya no se podría desarmar, quedando atrapado en la obligación de tener que evolucionar encarnando subsiguientemente la aparición de un objeto culturizado destinado a ser idéntico a miles de facsímiles extraídos del mismo molde. Podía, entonces, fijar un tornillo con forma de gancho al techo —de esos que normalmente hay que comprar en empaques de doce, aunque sea uno el que se necesite—, y anudarle una cuerda de la cual colgar un cuchillo de mango metálico a modo de péndulo. Podía amarrarle a media altura un plato de cartón que resistiese el viento y propusiese una oscilación, y poner tres botellas de vidrio en el suelo en torno al eje vertical que se iniciaba en el gancho, llenas cada una con una diferente cantidad de agua para calibrar armónicamente el sonido del cuchillo al golpearlas.
El carillón de viento individual, al menos como un proyecto, había pasado a existir. Construido, resultaría tosco y nada transportable; una anécdota o ingeniosa curiosidad, al mismo tiempo improvisada y hasta infame, que quizá nadie se atrevería a colocar en su casa para sustituir a la versión convencional, pero siendo ésa justamente su mayor virtud: el haber podido ser imaginado como una suerte de danza espontánea e inexperta, combinando movimientos tomados directamente de la vida diaria, hecha sólo por el placer de destinar su reunión eventual a existir ejecutándose en el lugar que ocupe hasta que se decida desarmar en sus partes y, devolviéndolas al lugar que originalmente ocupaban, cancelar para siempre su existencia; una danza hecha para no tener que evocar las pautas del baile socializado, y más bien establecer un contrapunto a su presencia a veces opresiva.
¿Y si por algún motivo, tras haber desaparecido su primera encarnación material, el artefacto en cuestión quisiese reconstruirse? ¿Atentaría contra su naturaleza individual, contra su condición de único el haber hecho evolucionar su provisionalidad a algo más estable, a una suerte de sistema de producción, conservación y registro? Probablemente sí. Pero, ¿y si también quisiese conservarse, pese a todo, su individualidad? Sería esa entonces, la obstinada tarea autoimpuesta de llevar esa individualización inicial «ingénua», un paso más allá, de depurarla pero sin despertar ninguna pretensión de artisticidad; cosa factible, por otro lado, sólo en el terreno del arte. ¿Un contrasentido? Probablemente. Pero, ¿no es el arte justamente el lugar donde un artefacto puede fingir no ser arte y parecer pura «cosa»? Así, el primer campanil espontáneo ya desensamblado, podría reconstruirse de modo más sólido, estable y transportable buscándose botellas de dimensiones y tenor tal que mejoren sustancialmente el sonido; haciéndose un armazón que las sostenga en el aire fijando distancias apropiadas, corrigiéndose el péndulo al sustituir la cuerda por una vara y el plato de cartón por tres caras metálicas redondas colocadas en forma radial para captar el viento en todas las direcciones. Podría sacarse al singular carillón de su estricta casualidad para proponerle una forma más duradera que no sacrifique su individualidad. Podría incluso, llegar a habitarse un artefacto ensamblado de este modo tal como se habita en una arquitectura, y asimismo, podría nada de eso ser posible.

[1] Se denomina tradicionalmente «carillón» al conjunto de campanas de una torre; conjunto que produce un sonido armónico por estar afinadas en relación mutua. También se denomina así al instrumento musical de percusión formado por un juego de tubos de acero que producen un sonido armónico al ser percutidos por pequeños mazos o baquetas. Aquí me refiero a su versión decorativa, a la derivación popular de este artefacto que se cuelga frecuentemente en algún lugar de la casa, y que está formada por un racimo de tubos, de acero, de bambú, de vidrio, o por cuentas de piedra u otro material, que penden en torno a un péndulo que los golpea de manera aleatoria, sea por efecto del viento o el batir de la puerta, si es que el instrumento esta colocado en ella, produciendo sonidos que dependen de la manera en que esas partes están calibradas armónicamente.