7 FICHAS Y 3 BOTELLAS
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Subiendo por la escalera de salida del Metro, la primera imagen exterior que capté, fue la de un rostro, no del todo desconocido, protagonizando un gran cartel publicitario colgado de la fachada de un edificio. Peldaños más arriba, cuando apareció la fotografía de cuerpo completo, recordé que hacía unos minutos, en la estación de embarque, pero como sin engancharme en ella, había visto, sesgada, una copia del mismo cartel. Tal como la ubicación nada fortuita del cartel, en ese ángulo inevitable a la mirada al subir por la escalera, todo en la fotografía del sujeto respondía a una puesta en escena intencionada, terminando con su propia apariencia «cuidadosamente descuidada», que aludía al típico resultado de analizar targets en estudios de mercado e impacto publicitario. Era la recreación de los atributos que una persona debía tener para identificase con el grueso de la masa diaria de viajantes, sugiriéndoles, desde el primer rebote de sus miradas, esa misma sensación de familiaridad.
¿Y si se trataba de alguien que realmente era así, a quien con naturalidad, sólo se le había tomado una foto? Con la duda, me abordó una especie de vértigo; no tanto por el acertijo circular sobre la identidad del sujeto, la naturaleza extraña de lo que llamamos «real», o la mutación de la noción de «cosa» en manos de una sociedad de consumo; sino porque esa cosa en particular, el trozo de papel puesto sobre la muralla, se me estaba presentando impreciso; a ratos compacto y simple, pero por momentos provisto de contornos gigantes y de una sombra que le brotaba, tan colosal y difusa, como la posible magnitud del aparato publicitario que habría concertado la imagen y articulado la copia mecánica del resto de facsímiles diseminados estratégicamente por las vías de la ciudad. El cartel palpitaba como un órgano muscular en mi cabeza, colapsándose sobre sí mismo algunas veces, o hinchándose hasta casi explotar, otras.
Muy pocas de las cosas que me rodeaban, me parecieron entonces poder quedar contenidas en un perímetro visible, la mayoría se completaba con algo inmenso e indefinido que era parte de ellas y que estaba expuesto sólo de manera tácita, haciéndolas más voluminosas y de forma distinta a como hubiese creído antes que eran. Si el edificio que soportaba el cartel, parecía alternativamente un mueble, un aparato electrodoméstico o un adorno abstracto de escritorio, era porque todas esas cosas eran parte de un objeto mayor que las agrupaba, el objeto de diseño contemporáneo. Si vibraba el teléfono en mi bolsillo, su contorno era, menos la carcasa que lo contenía, que las cosas que estaban afuera, que lo conectaban con el interlocutor distante, con el operador remoto que envia servicios adicionales y ofertas de uso que sigilosamente se le adhieren a diario, o incluso con la nueva generación de artefactos de relevo que de seguro ya estaba esperando en las mesas de diseño; todo ello accediendo a la humilde carcasa con la misma facilidad con la que mi mano la toma normalmente al contestar una llamada. Era nada más que un punto de roce; un asa con la que mi mano distraída tomaba esa maraña enorme e invisible de relaciones que la devoraba.
No por otro motivo —reflexioné entonces—, las arquitecturas de vanguardia toman elementos de espontaneidad, como cajas o vasijas golpeadas o hipertrofiadas, racimos de ventanas desordenadas, o la simulación estética de desprendimientos, fracturas y derrumbes, para transformarlos en cosas habitables; buscan reconstruir individualidad, aunque muy conscientes de que al final, probablemente contribuirán con ello sólo a sumar más lenguajes periféricos a las cosas mismas.
Entré a la casa con la sensación de esa voluminosidad atroz de las cosas aún acompañándome. Pulsé el interruptor de la luz y… ¿cuál era su contorno? No era el borde de su forma. La pequeña pieza atornillada al muro era el simple muñón de un aparato eléctrico escondido que ejecutaba el espectáculo, mucho mayor, de la noche incandescente; una fisonomía como la de un gigantesco arbusto seco que, a partir de ella, se ramificaba al interior y hacia afuera del edificio. Los únicos contornos precisos parecieron entonces estar en las cosas dentro de mí; en sensaciones como la de este vértigo voluminoso que me invadía, y que si trataba de comunicar, no podía sacar de mí más que como una idea general que no expicaba lo que sentía. Nada tenía que ver la idea de un «vértigo voluminoso» escrita o mencionada, con el sentirlo; con el instante vertiginosamente voluminoso que quedaba confinado dentro de mí como una piedra de contornos exactos, como una abertura dolorosa en la carne hecha por la punta fría de una lanza cuyo mango impreciso se alejaba para internarse difuso en el espacio de allá afuera; un espacio lleno de cosas que fundían su individualidad material con su idea, al extremo de hacerse ya imposibles de ser separadas.
Si bien la cosa perfectamente individual que es mi vertigo voluminoso, no la podía extirpar y poner en un tubo de vidrio para que pudiese ser vista en sí misma, sí parecía posible tomar cosas inanimadas, sobre cuya hechura sí que se tiene potestad, y ejecutar teatralmente la separación.
Tomé así, dos pequeñas cajas de cartón que estaban a la mano, una irregular y con una cara curva, y la otra perfectamente cúbica. La caja curva, debido a su peculiar contorno, no dejaba de incitarme a adivinar de qué cosa podía haber sido embalaje; no podía separarla de eso que, sin estar allí, sin ser ella misma encarnada en espacio y tiempo real, la preformaba. Era un recipiente abandonado; el resto visible que invocaba el enorme aparataje de su existencia sin llegar a revelarlo. De la otra caja, nada de eso me preocupa; parecía estar presente, completa y lista para cobrar un sentido a partir de lo que se me ocurriese guardar en ella. Pero enseguida, aparecieron elementos externos rodeándola tan excéntrica y remotamente como el contenido ausente que había hecho curva a la otra caja. Por un lado, estaba presente de manera tácita, la idea inabarcable de un cubo mental perfecto interpuesto como tamiz insalvable entre ella y mi percepción; y por otro, cuando la desarmaba, aparecía implícito en el contorno plano de la figura de cartón resultante, el procedimiento para su reproducción; la presencia fantasmal de una maquinaria desconocida con un probable set de guillotinas bien calibradas cortando figuras que, al ser dobladas y ensambladas, armasen cajas de varios tamaños, incluso cajas curvas. En su imprecisión, estas cajas no eran diferentes al cajetín plástico del interruptor empotrado al muro; ni a ninguno de los que, amontonados en el anaquel del almacen de suministros eléctricos, los electricistas cogen en puñados pensando, no en otra cosa, que en los circuitos que armarán. Si sacase uno de estos cajetines de su plan predestinado —pensé— y lo usase, por ejemplo, como un portalápices en mi escritorio, el electricista que se sentase frente a mi sentiría de seguro la urgencia a reinstalarlo en algún circuito. Y fue tras esta especulación, que algo inesperado de pronto sucedió.
Al imaginar un cajetín eléctrico puesto en la mesa con lápices en su interior, los contornos del «portalápices» pasaban a coincidir por fin con los bordes de su forma; su antigua voluminosidad inabarcable, se reducía de algún modo al cuerpo presente; el cuerpo de una cosa individual que, debido a que no perdía su significado original, tampoco conservaba el actual más allá de ese momento preciso; porque si se reinstalaba en un circuito o se tiraba a la basura, dejaba de ser en el acto, un portalápices. Ya no parecía tan difícil construir una caja que conservase sus contornos definidos. Así como el cajetín no había sido antes un portalápices, esta nueva caja simplemente debía evitar dos cosas; el haber sido antes un embalaje, y el poder convertirse en una forma técnica repetible.
Amarré siete de las fichas de un dominó de madera y configuré con ellas un recipiente con cuatro paredes y un fondo, pero sin tapa; y obtuve una caja hecha con partes que no eran las de una caja, pero que sí pudieron ser tomadas prestadas para usarse como tales (fig.6). Era una cosa que no servía para nada fuera de su circunstancia presente y que devenía, por ello, en una individualidad cuyo límite coincidía estrictamente con su contorno material. Era un objeto abierto, vacante y subjetivo, que no era engranaje de ningún sistema de eficiencia, y que estaba listo para recibir en su interior monedas, lápices, tarjetas, algunas de las restantes piezas del dominó, o lo que fuese.
No pude evitar imaginar la silla, en la que estaba sentado, sustituida por una de contornos nítidos. Tendría que estar despojada de la mayor cantidad posible de significados accesorios; del aporte de un diseñador, de los rastros de mecanismos industriales de producción, del oficio de un artesano, y en fin, del ejercicio social progresivo que la habría hecho óptima, factible y repetible. ¿Qué quedaría al final? Ciertamente una silla que no se querría duplicar, despojada de todo excepto de ese impulso connatural que habría llevado a quien usó la primera jamás construida, a recolectar y combinar partes de una manera simple. Y las que así se comportan son, en efecto, aquellas casuales, similares a las que usan cuidadores de autos, verduleros o limpiabotas en la calle, hechas de partes recolectadas —asientos huérfanos, tablas, tubos, gomas, bastidores, alambres o sencillamente un recipiente vacío puesto boca abajo— que pueden o no haber pertenecido a otras sillas, pero que ayudan a armar una estructura provisional; una que surge indudablemente de la cultura, pero que no se asimila a sus sistemas de regularización porque tiende, después de usarse, a desaparecer.
Resonó entonces el carillón de viento que está colgado del techo en algún lugar de la casa. [1] En otro momento, el campanilleo hubiese pasado desapercibido, pero en el curso de esta especulación, no pude evitar imaginar un campanil individual, uno que no imitase un modelo ni expresase en su ensamblaje ningún virtuosismo aprendido. Como la silla, la caja de siete fichas o el portalápices, habría de ser un objeto armado en el instante a partir de unas partes individuales que en su completitud estableciesen, debido a un diálogo factible entre ellas, una forma de relación que no pudiese extraerse como propiedad aplicable a otra cosa. No podía estar hecho más que de partes para las que no se diseñaría una forma de articulación estética o mecánica, sino que simplemente se aproximarían; porque cualquier articulación planeada implicaría modelar la materia, imprimir un estilo, hacer aparecer un ensamblaje que ya no se podría desarmar, que quedaría atrapado en la obligación de tener que evolucionar, encarnando subsiguientemente, la aparición de un objeto culturizado destinado a ser idéntico a miles de facsímiles abstraídos del mismo molde.
Podía fijar un tornillo con forma de gancho al techo —de esos que normalmente hay que comprar en empaques de doce, aunque sea uno el que se necesite—, y anudarle una cuerda de la cual colgar un cuchillo de mango metálico a modo de péndulo. Podía amarrarle, a media altura a esa cuerda, un plato de cartón que resistiese el viento y propusiese una oscilación, y poner tres botellas de vidrio en el suelo en torno al eje vertical que se iniciaba en el gancho, llenas cada una con diferente cantidad de agua para calibrar el sonido del cuchillo al golpearlas (fig.7).
Aunque el carillón de viento individual, al menos como un proyecto, había pasado a existir, algo me preocupaba. Si se construía, resultaría ser tosco y no transportable, más como una anécdota o ingeniosa curiosidad al mismo tiempo improvisada o infamante que quizá nadie se atrevería a colocar en su casa para sustituir a la versión convencional; pero esa sería justamente su mayor virtud; el haber podido ser imaginado el artefacto, como una suerte de danza espontánea, inexperta, hecha combinando movimientos tomados directamente de la vida diaria sin tener que evocar las pautas, y funcionando como contrapunto a su presencia a veces opresiva, del baile socializado; una danza hecha sólo por el placer de ser hecha y destinada a cumplir su solemne cometido desapareciendo después para nunca más volver a ejecutarse. Pero a diferencia de la danza, el artefacto material bien podría perpetuar su existencia al quedar instalado de modo permanente en el lugar que inicialmente ocupó, al menos hasta que se optase por desensamblarlo, devolviendo quizá sus partes al lugar al que originalmente pertenecían.
¿Y si por algún motivo, tras haber desaparecido su primera encarnación material, el artefacto quisiese reconstruirse?, ¿atentaria ello contra su naturaleza individual, por haberse creado una suerte de sistema de producción, de conservación y registro de su idea, que haría que dejase de ser único? Sí. Su provisionalidad en ese caso, probablemente evolucionaría a un siguiente estado más estable. Pero, ¿si también quisiese conservarse, pese a todo ello, su individualidad? Seria esa, entonces, la obstinada tarea autoimpuesta de llevar esa individualización inicial más «ingénua», un paso más alla, depurándola pero sin despertar ninguna pretensión de artisticidad; lo cual, por otro lado, sería factible hacerlo sólo en el terreno del arte. ¿Un contrasentido? Probablemente. Pero ¿no es el arte justamente el lugar donde un artefacto puede fingir no ser arte y parecer pura «cosa»?
En la labor hipotética de reconstruir un primer campanil espontáneo ya desensamblado, ahora quizá más sólido, estable y transportable, podría quizá, haber buscado botellas de dimensiones y tenor tal que mejorasen sustancialmente el sonido; asimismo, haber hecho un armazón que las sostuviese en el aire fijando distancias apropiadas; corregir el pendulo, sustituir la cuerda por una vara y el plato de cartón por tres tapas metalicas redondas colocadas en forma radial para captar el viento en todas las direcciones (fig.8). Podría así, haber sacado al singular carillón de su estricta casualidad proponiéndole una forma más duradera, diseñándole una arquitectura, pero sin haber sacrificado su individualidad. Podría incluso, llegar a habitar en un artefacto ensamblado de ese modo, tal como se habita en una arquitectura; y podría ser, asimismo, que nada de eso sea posible.
[1] Se denomina tradicionalmente «carillón» al conjunto de campanas de una torre; conjunto que produce un sonido armónico por estar afinadas en relación mutua. También se denomina así al instrumento musical de percusión formado por un juego de tubos de acero que producen un sonido armónico al ser percutidos por pequeños mazos o baquetas. Aquí me refiero a su versión decorativa, a la derivación popular de este artefacto que se cuelga frecuentemente en algún lugar de la casa, y que está formada por un racimo de tubos, de acero, de bambú, de vidrio, o por cuentas de piedra u otro material, que penden en torno a un péndulo que los golpea de manera aleatoria, sea por efecto del viento o el batir de la puerta, si es que el instrumento esta colocado en ella, produciendo sonidos que dependen de la manera en que esas partes están calibradas armónicamente.