ANCLAS

APUNTE, ND

Caminaba hacia la Plaza Sotomayor, lugar de la gran fiesta frente al puerto. Persistía en el aire el humo residual del espectáculo pirotécnico que hacía unos minutos había celebrado la llegada del año nuevo en Valparaíso. Los relieves sinuosos de las fachadas oscuras de la calle Prat me iban revelando sus detalles al tiempo que la música se me iba revelando cada vez más nítida. Al llegar al espacio abierto, la densidad de la masa humana fue tal, que sólo pude caminar por el borde para regresar enseguida tomando la siguiente calle paralela; un estruendoso y breve paso que me permitió, tras la alegría histérica de miles de miradas desbordadas de tanto reír y abrazar extraños, registrar los sucesos ocurridos en los bordes; escenas que, como postimágenes, fui evocando en el trayecto de regreso.
Vi el Monumento a los Héroes quieto en el centro con la serie de edificios públicos de fondo, cerrados, oscuros y mudos, limitándose a definir el cubo de aire en el que todo sucedía. Vi en los suelos residuales de las esquinas frente a los zócalos, compartiendo comida con alguno de los invariables perros de la calle, pelados de sarna, que a diario duermen en esas aristas tras rondar los restos acumulados, personas sentadas sobre mantas triangulares. Vi gente durmiendo en aceras de las cuales otros levantaban manteles cuadriculados, juegos de dominó inconclusos y pequeñas despensas instaladas desde temprano para asegurarse un lugar de observación de los fuegos artificiales. Vi frente al anuncio incandescente de un paradero de bus inutilizado, la silueta de un cuerpo defecando en cuclillas, y hacia los callejones, círculos de figuras oscuras en varias posiciones frente a bares limítrofes negociando su ingreso a eventos «más intensos» ocurriendo tras los muros, sin darse cuenta de que era probablemente la idea, más que la necesidad de estar allí adentro, lo que les urgía.
A la mañana siguiente todo volvía a estar seco y conciso en ese vacío pestilente en el que ya no había nada, salvo las huellas de los puntos de anclaje final del intrincado artefacto que había ocupado el espacio la noche anterior; tan intrincado como los cruces ortogonales de miradas que unieron a desconocidos en esas áreas triangulares improvisadas, y tan aparentemente aleatorio como las arrugas de los manteles tras el cese de la furia de varias jugadas hechas con golpes de dados, fichas o naipes. Así se sentía la plaza; como la pura potencia de algo que la había abandonado dejando sólo marcas y surcos en sus bordes envejecidos; como una vibración en el suelo que terminaba, como una tibieza que se enfriaba dejando saturados de humedad, ácido negro de manos sucesivas y seca orina blancuzca los zócalos de sus muros podridos; esos mismos muros de cuya mampostería inicial de tanto en tanto se va a seguir disgregando algún pedazo para caer a la calle hinchado y deformado por los golpes persistentes de los carros hechizos.