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PUBLICADO COMO: ‘RETORNO A LOS OBJETOS CONCRETOS. ESTÉTICA DEL ENSAMBLAJE’
EN: ‘CIUDADES DE GEORG SIMMEL. LECTURAS CONTEMPORÁNEAS’
FRANCISCA MARQUEZ (ED.). UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO. SANTIAGO, 2012
CAP II. PP.163-173
INTENCIÓN
A continuación, se examinará dos ensayos breves de Georg Simmel: Puente y puerta de 1903 y El asa de 1911; interesantes artefactos literarios que, entre sus mayores cualidades, y desde un punto de vista formal, destaca la de hacer descansar su claridad conceptual en la posibilidad que dan al lector de deducir su todo a partir del reconocimiento de la individualidad de las partes que lo estructuran; es decir, de entender literalmente su condición de ensamblajes. Hacia el final, se reflexionará sobre el hecho de que los propios sujetos de análisis de los ensayos —las maniobras de liberación de la subjetividad que ejecutan los individuos dentro de los sistemas sociales constrictivos en que viven, y que decantan en las alegorías del puente, la puerta o el asa— son también, y de allí su cualidad expresiva, visibles ensamblajes de partes.
ASSEMBLAGE
Cuando nos atrae la forma de un objeto tecnológico —un automóvil por ejemplo—, dada la armonía de las líneas de su superficie o la gracia de su desempeño, damos por hecho que responde a la unión óptima de unas piezas, porque sabemos que es el estado actual, o concreto, de una idea que lleva mucho tiempo madurando entre dos extremos abstractos: el de su forma primitiva como invento y el de un futuro en el que el resultado será aún más eficiente y seductor. Sus piezas, dentro de lo que constituye un sistema cerrado en evolución, se han ido redefiniendo constantemente por leyes internas propias, apareciendo o desapareciendo unas en atención al desarrollo orgánico de otras, siempre con miras a una más perfecta articulación. Aunque no sepamos exactamente bajo qué complejos procesos de armado ha aparecido, esa forma visual resultante nos persuade, en una persuasión que sería estética, de su eficiente complexión.
Existen otros artefactos que, bajo la lógica del hombre común, han sido armados con partes tomadas directamente del mundo. Los artefactos que produce este sistema abierto no son la concreción momentánea de un abstracto, sino que son, en sí mismos y en atención a que no evolucionan: concretos; o se conservan ya hechos o en su estar haciéndose o desaparecen. En ellos, bien podría acordarse que, dado que quien los observa puede mentalmente separar sus partes, porque las reconoce en su identidad y las puede devolver a su lugar de origen conociendo intuitivamente además algo de esa franja de espacio vivido del que se extrajeron, su contemplación directa, que es también estética, da a entender literalmente el cómo fueron armados o ensamblados, con la entrega además y en ese mismo entendimiento literal, de un sentido o una posibilidad de uso. Desde la pequeña mesa hecha colocando dos ladrillos bajo una tabla, pasando por un texto o un discurso político, hasta la ciudad misma si la entendemos como obra colectiva a partir de fragmentos, se trata de ensamblajes cuyas partes se amarran, pegan, atornillan, apoyan o simplemente acercan de forma manual. En el ámbito del arte, asimismo, la palabra assemblage nombra objetos de ése tipo; constructos que hace un artista cuando descubre que puede expresar una emoción o un sentido aproximando, yuxtaponiendo o combinando partes no concebidas artísticamente ni diseñadas de antemano para estar juntas, sino sacadas directamente de la realidad para integrarlas, conservándoles su identidad, en el cuerpo de un nuevo artefacto. La palabra, fue incorporada al léxico del arte moderno a comienzos de la década de los cincuenta, aunque muchos artistas, como Marcel Duchamp o Kurt Schwitters, ya venían trabajando con este tipo de artefactos desde hacía décadas en una práctica similar a la del collage. Pero mientras un collage tendía a combinar cosas sobre un espacio plano y delimitado como el de un cuadro, estos ensamblajes lo hacían directamente en la tridimensionalidad de nuestro espacio vivencial, real; único soporte en el que pueden colapsar en un mismo artefacto aquellas cosas que la experiencia cotidiana ha separado en compartimientos bien diferenciados —el de los desechos, el de los utensilios, el de los objetos artísticos, el de los materiales de construcción, el de las ideas, el de los ruidos, el de las palabras, el de las cosas técnicas, el de las acciones humanas. Hay, desde luego, una diferencia radical entre aquello que deja reconocer un ensamblaje artístico y lo que deja reconocer uno utilitario, aunque en ambos es algo inmaterial que puede ser extraído y reinstalado en otro ensamblaje como cualquiera de sus otras partes materiales. Mientras el ensamblaje artístico nombra ese objeto lógico o ilógico que lo motiva, y quien lo ve puede sólo limitarse a interpretarlo, el ensamblaje utilitario hace aparecer su motivación como algo incontrovertible. En otras palabras, mientras sólo Duchamp pudo extraer la motivación duchampiana que sostenía su rueda de bicicleta sobre el taburete (fig.1) y reinstalarla en otro ready-made —como el urinario con la firma «R. Mutt» rayada en él—, el eidos «mesa» o «asiento», que aparece al apoyar la tabla horizontal sobre los dos ladrillos, puede ser trasladado a otro ensamblaje por cualquier persona.
ARTEFACTOS LITERARIOS
En el reino de los objeto literarios, si bien la gran mayoría se arma con el propósito de decir algo pleno de sentido apoyándose en una relación de palabras dispuestas en el contexto de una hoja o de un libro, también, y por el motivo de suscitar una distinta legibilidad, los hay hechos bajo esta estética del ensamblaje. Entre los más breves y sintéticos, se encuentra en la cultura japonesa, el haiku, ese escrito que a pesar de ser completamente inteligible, y tal como expresaba Roland Barthes, «no quiere decir nada» (p.16), porque «no es un pensamiento rico reducido a una forma breve sino a un acontecimiento breve que encuentre de golpe su forma justa»[1] (p.17). El haiku, que para el occidental sería una suerte de poema brevísimo es, para el japonés, un sencillo artefacto utilitario, familiar y tan trasladable como una silla, que narra tres observaciones de la realidad ensambladas en un aquí y un ahora intrascendente; que sin emitir opinión alguna, se debe leer entendiendo la reunión de las sentencias individuales como un acto de contemplación en el que el lenguaje enmudece y se muestra sólo como un recurso material; una concreción súbita que no es muy fácil de captar por el lector occidental, quien al no poder concebir un texto sin discurso, e intentar interpretarlo o bien decretarlo un sinsentido, lo destruye.[2]
En occidente, sin llegar a la renuncia del contenido, pero sí en busca de una distinta claridad de lectura, hay también algunos textos que optaron por esa sintaxis basada en exhibir el ensamblaje de sus partes. Esa opción se hace sobremanera evidente en los breves ensayos Puente y puerta y El asa del sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel, aquí reseñados; textos que, sin dejar de ser científicos, reducen a un mínimo la dimensión explicativa en virtud de la intencionalidad de las figuras que comparecen: elementos provistos de una identidad tan marcada en el mundo vivido y onírico del lector, que con simplemente aproximarles las ideas de fondo, éstas se prenden firmemente a ellos, alcanzando el breve texto, en el acto, la profundidad conceptual deseada. En este desplazamiento que el autor propone, y a diferencia de otros textos en los que toma como excusa un sentimiento como la coquetería o la avaricia, las figuras aludidas las constituyen las efectivas cosas materiales que suscitan los vocablos puente, puerta o asa, que el lector calza sin problemas en un puente que recuerda, en la puerta de su casa o en el asa de la tasa en que bebe al momento de la lectura. Quien ya conoce a Simmel leerá de inmediato en estos ensayos, la profundidad psicológica que ya ha aparecido en sus otros escritos: el principio heurístico en la distinción entre forma y contenido y la narración de la fatalidad que subyace a la cultura moderna dada la condición paradojal, dual, del sujeto; parte conceptual que ha migrado entre unos y otros escritos y que, a diferencia de lo que ocurre con los ensamblajes plásticos, por ejemplo con los de Duchamp, donde a pesar de migrar de obra en obra el concepto permanece enigmático, se traspasa como tesis científica; una, que bien el lector pudo haber ido reconstruyendo con nitidez en la lectura acumulativa de los textos, pero que, gracias a la claridad de las figuras que la hacen aparecer en estos breves ensayos, se le aparece también incipiente, como una grata sorpresa, a quien recién empieza a familiarizarse a través de ellos con la obra del teórico alemán.
Si insistimos en las analogías con el artista plástico, bien podría decirse que, si en los textos que tratan de sentimientos o actitudes —como la avaricia, la coquetería, la cita o la aventura— Simmel emuló el gesto de un pintor o un escultor luchando con la piedra o el pigmento para convertir arquetipos en imágenes, en estos breves ensayos, que trabajan con la alusión directa a cosas materiales, su acción se equiparó más a la de un ensamblador extasiado ante la identidad de unas partes que simplemente encontró e hizo colapsar crudas y actuales con el objeto lógico y atemporal de su pensamiento. Para Simmel, tanto el puente y la puerta fueron, como lo habrían sido para un artista plástico, figuras en las que lo no visible iba a aparecer fácilmente al dirigirles una mirada más profunda; en el último párrafo de Puente y puerta, en efecto, escribió: «si bien la frecuencia con que la pintura emplea a ambos [los modelos puente y puerta] también se puede atribuir al valor artístico de su mera forma, existe, sin embargo, también aquí, aquel encontrarse pleno de misterio con el que la significación puramente artística y la perfección de una imagen se muestra siempre al mismo tiempo como la expresión más exhaustiva de un sentido en sí no visible, espiritual o metafísico…».
Enormemente placenteras de leer, las imágenes a las que cada uno de estos ensayos nos acercan resultan tan claras como la propiedad, que comparten, de ser instrumentos de sondeo en la profundidad a la que pretenden trasladar al lector. Tanto es así que, en la introducción de Imágenes momentáneas, Esteban Vernik señaló que, en efecto: «en su intento por captar el espíritu evanescente (…) Simmel recurrió a un principio de conexión entre el nivel superficial de lo observable en la vida cotidiana y el nivel de los valores últimos»; principio que en su Filosofía del dinero refirió al trazado de una «línea directriz que iba desde la superficialidad del acontecer económico hasta los valores y significaciones últimos de todo lo humano»[3] (pp.18-19) y que en otro texto, citado también por Vernik, refirió a «un anhelo metafísico, uno solo, que se manifestase equilibradamente en la relación buscada entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea»[4] (p.135). Otthein Rammstedt, en el posfacio de las Imágenes momentáneas, también se refirió ese principio de conexión señalándolo como la acción de poder ver, en cualquier detalle de la vida, la totalidad de su sentido, al considerarlo como una «sonda» o «plomada» —un término que ya habían usado Nietzsche y Schopenhauer— «enviada por el individuo no mediado —como escribió Simmel—, el que simplemente existe, a la capa de las últimas significancias espirituales»[5] (p.130). Trasladado todo esto a los ensayos reseñados, la imagen resulta elocuente; una puerta, un puente o un asa, están atascados en la costra agujereada de la superficie, sin poder atravesarla ni moverse, atados al peso enorme de un objeto lógico que pende de ellos hacia un vacío profundo. En un movimiento muy cercano al de un artista ensamblador, Simmel quiso deducir, desde un reconocimiento intuitivo, desde una contemplación estética dirigida a cosas individuales encontradas directamente en la realidad, la totalidad del sentido de la vida.
Construida así la imagen formal a la que recurren, puede vislumbrase ahora la profundidad a la que estos ensayos asoman. En ellos, Simmel comienza indagando en lo aparentemente obvio: que un puente une dos bordes mientras los separa y que impone una dirección ofreciendo al mismo tiempo la libertad de decidir en qué sentido se cruza; que una puerta en un muro permite aislar lo propio de lo ajeno otorgado también la libertad de transgredirla para regresar cuando se desee; y finalmente, que un asa pegada a un recipiente permite accederle funcionalmente sin cuestionar sus formas, sean voluminosas, texturizadas o indiferentes a la transmisión térmica del liquido que contienen. Estas tres figuras, diminutas en lo cotidiano, se tornan después monumentales al usarse como analogías de los constructos especializados que arman las personas en sus relaciones con los sistemas sociales más o menos estables que los rodean; para lograr expresar libremente, en ellos y fuera de ellos, su subjetividad.
Cuando Vernik señalaba, también en la introducción a las Imágenes Momentáneas, que T. W. Adorno, a pesar de sus desacuerdos, había reconocido que Simmel, en tanto filósofo de lo cotidiano, había sido «el primero, a pesar de su idealismo psicológico, en efectuar un retorno de la filosofía a los objetos concretos» (p.21), o cuando Rammstedt, en el posfacio del mismo texto, señalaba que sus ensayos «trataban de cosas fugaces y poco llamativas de nuestro mundo vivencial, de cosas que parecían contradictorias en sí, que encerraban paradojas, que no exigían ser solucionadas, sino que, como paradojas, era socialmente funcionales» (p.134), se referían a Simmel como un observador de las conductas sociales de ese «ser fronterizo que no tenía ninguna frontera» (Puente y puerta); un observador que luego se ocupaba de encarnarlas en acciones materiales simbólicas concretas; la de hacer un marco, usar una máscara o implementar un coqueteo, una aventura, un juego o una cita, por ejemplo; o como sucede en estos ensayos, la de tender un puente para unirse a cosas que a la vez se desea mantener cautelosamente distantes; usar puertas para confinar un espacio privado que permita desarrollar las infinitas formas del ser, pero en el seno mismo de las limitaciones y la terrible finitud que el orden social y el convencionalismo exterior le imponen; o la de instalar un punto de asidero eventual, una junta de conexión, que desde su círculo estrecho, permita penetrar el círculo externo que desde fuera lo articula, tal como dice el autor en el ultimo párrafo de El asa: «como si fuese el brazo que uno de los mundos —sea el real, sea el ideal— extiende para alcanzar al otro y atraerlo a su interior, y para dejarse alcanzar y atraer a su interior por el otro» sin que ello implique rupturas sino la consecución de una unidad formal.
OBJETOS CONCRETOS
Esos puentes, puertas o asas, esos paradójicos aparatos de supervivencia que las personas instalan entre sí, esas sutiles maniobras de mediación añadidas in vitro al mundo y que diagnostican que los hombres modernos solo pueden mantener su humanidad si aproximan artificialmente los limites abstractos de lo individual y lo colectivo, de la subjetividad y la necesidad; esos «objetos concretos» que operan sutilmente todos los días en los ámbitos de cotidianidad y a los que Simmel constantemente volvía son, en sí mismos y cuando nadie los mira o escribe sobre ellos, sendos ensamblajes de partes tomadas del mundo por la lógica del hombre común; y por tanto, formas estéticas portadoras de una belleza que aparece al hacerlos sujetos intencionados de análisis; por ejemplo, al verlos ocurrir con toda naturalidad en otra cultura pero constituyendo un exotismo para el observador. Recordemos al Barthes de los setenta asombrarse al ver en las calles del Japón, formas sociales muy concretas pero extrañas al occidental; «…en la calle, en un bar, en una tienda, en un tren, acontece siempre algo; ese algo —que, etimológicamente, es una aventura— de orden infinitesimal —escribía—, es una incongruencia de ropaje, un anacronismo de cultura, una libertad de comportamiento, un ilogismo de itinerario…»; eventos que «sólo brillan en el momento en que se los lee, en la escritura viva de le calle». Y «lo que esas aventuras dan a leer (allá soy lector, no visitante) —expresaba—, es la rectitud del trazo, sin estelas, sin margen, sin vibración; tantos comportamientos pequeños (de la vestimenta a la sonrisa)», «que parecen decirme a su manera, como el joven ciclista que lleva en su brazo alzado una charola de arcilla; o la muchacha que se inclina con un gesto tan profundo, tan ritualizado que pierde todo servilismo», que son «la materia misma del haiku» (p.18). Dirigiendo entonces una mirada intencionada a nuestra propia cultura, sería posible captar estéticamente un sinfín de hechos efímeros de relación que trasgreden los límites de lo que normalmente sería de esperar. Recuerdo, por ejemplo —con mucho de puente o asa, pero también de aventura o leve coquetería, si se remite al imaginario simmeliano—, al barrendero que solía colocar tres montículos de hojas secas atravesados de manera estratégica en la ciclovía, de modo que al menos sobre uno de ellos, dispersando las hojas, la siguiente bicicleta tuviese que pasar. El ciclista sentiría probablemente algo de culpa y enojo, y el barrendero habría logrado, en el nivel más tenue, que sus miradas se cruzasen, y en el más aparatoso, un intercambio de palabras que probablemente terminaría en un apretón de manos y en el intercambio de saludos cada vez que, de allí en adelante, sus individualidades se encontrasen en la ciclovía; un ensamblaje, por lo demás, que aproximaba las subjetividades de dos personalidades disímiles articulándolas en el marco del sistema social y cultural que las contenía a ambas.
Estas síntesis de las realidades opuestas de lo «transitorio y lo eterno» en un ensamblaje, parecen siempre tener algo de «artístico». Y Simmel admitió que donde mejor las encontraba encarnadas era, en efecto, en el objeto artístico. En Acerca del problema del naturalismo escribió: «Sólo cuando entendamos que el arte significa aquel tercero —igual de alejado de la realidad como de la arbitrariedad subjetiva—, y que éste consiga de este modo que el impulso subjetivo naturalista del creador, su libertad, genere aquello que es necesario según las exigencias objetivas del arte, solo entonces podemos empezar a ver porqué en la gran obra de arte se anula el carácter de contrario de las otras dos grandes contradicciones que suelen repartir nuestra relación con el mundo: la libertad y la necesidad».[6] Esta afirmación, que alude directamente a esa conciliación inalcanzable a la que aspiraría la experiencia estética de la modernidad, de saldar la fisura entre sociedad e individuo en un acto consciente de su inaplicabilidad, esencialmente fatalista pero al mismo tiempo constructivo y liberador en su impulso congénito, describe exactamente la fisonomía inquietante que, a la vuelta de unos pocos años, adquirirían algunos de los más conmovedores y preciados objetos paradigmáticos de la vanguardia artística de principios del siglo veinte; dos de ellos: el Cuadro negro sobre fondo blanco del suprematista ruso Kasimir Malevich (1878-1935) (fig.2), y la casa Moller, del arquitecto austríaco Adolf Loos (1870-1933) (fig.3). En el cuadro, pintado en 1913, la mancha negra, plana y cuadrada que aspiraba a no representar nada, terminó representando, en palabras del propio autor, el vano de una ventana oscura en la que en cualquier momento se asomaría un rostro. El cuadro se transformó de ese modo en un puente, en una estructura que, al tiempo que dejaba un testimonio de la existencia de lo abstracto, anunciaba nuestra imposibilidad de experimentarlo como tal. En la casa Moller, proyectada en Viena en 1927, una fachada simétrica e inexpresiva ocultaba, sin contradecirlo funcionalmente, un interior de espacios libres y fluidos. T. W. Adorno opinaba que la obra de Loos «jamás soldaba la fractura entre sujeto y objeto, y antes que fingir una conseguida conciliación, prefería quebrarse» (Tafuri y Dal Co. P.118). Para Loos, ciertamente, la casa era una especie de objeto paradójico, un templo para la vida en cuanto era capaz de preservar su hermetismo; «la casa —escribió Loos— no debe expresar nada al exterior. Toda su riqueza debe manifestarse en su interior» (1993. pp.61-69); «es un recinto racional, impenetrablemente neutro. No puede leerse pues no dice nada; más bien hace algo» (p.12). La casa era un elemento de discontinuidad como una puerta, que también poseía una máscara, y que era a la vez un puente o un asa que facilitaba la continuidad de la vida. Ambos artefactos poseían esa belleza superior que Simmel, refiriéndose a la unidad formal del asa con su vaso, denominó «supraestética», y que aparece cuando el objeto permite ver, en su constitución, la dualidad de la que precisamente surge.[7]
ENSAMBLAJES
Respondiendo a esas mismas fuerzas ingeniosas y creativas en el ámbito de lo eventual, volvamos a esos armatostes materiales que abundan en las calles hechos espontáneamente por las personas a partir de una reunión simple de cosas halladas a la mano propensas a ser unidas. Son también paradojas, estructuras que quedan abandonadas como testimonio de los roces en las relaciones sociales y los desfases de la vida cotidiana; objetos concretos susceptibles de contemplación estética y, por qué no, haikus de occidente. Entre ellos podría mencionarse: la silla del cuidador de automóviles en un estacionamiento compuesta por restos de dos muebles; el asiento que se formaliza al atornillar una tabla a un grueso tronco cortado y que aprovecha el tronco alto y más delgado de otro árbol adyacente como respaldo y sombra; el alambre atado a un par de bloques de cemento improvisadamente constituidos que, al separarse, forman una barrera que evita que los automóviles se estacionen, o la vivienda emplazada en el interior de un container auxiliada por un baño químico adosado y un tanque de agua instalado en el techo. Son artefactos que simplemente suceden, que dialogan con la totalidad sin buscar respuestas, pero que no contradicen la continuidad de la cultura; que se resuelven en una irresolución que es estética —o supraestética, en términos de Simmel— porque logra, como sin proponérselo, hacer colapsar lo infinitamente incalculable en un modesto ensamblaje.
[1] Barthes apunta que «el número, la dispersión de los haiku, por una parte, y la brevedad, la integridad de cada uno de ellos, por la otra, parecen dividir, clasificar el mundo al infinito, constituir un espacio de puros fragmentos, un polvo de acontecimientos que, por una suerte de desherencia de la significación, no puede ni debe coagular, construir, terminar, dirigir nada. Esto se debe a que el tiempo del haiku carece de sujeto: la lectura no tiene otro yo que la totalidad de los haiku, de los cuales este yo, por refracción infinita, no es más que el sitio de la lectura» (p.17).
[2] «El quehacer del haiku —apunta Barthes— es que la exención del sentido se lleve a cabo a través de un discurso perfectamente legible (contradicción denegada al arte occidental, que no sabe oponerse al sentido más que volviendo su discurso incomprensible), (…) esa suspensión del sentido que nos resulta la cosa más extraña puesto que vuelve imposible el ejercicio más corriente de nuestro habla, que es el comentario» (pp.18-19).
[3] Citado por Vernik como: G. Simmel, Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, p.11.
[4] Citado por Vernik como: G. Simmel, Aus einer Familienchronik (De una crónica familiar, 1916, 1918), sin publicar, se edita en GSG, vol. 24.
[5] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: “Rembrandt”, GSG, vol. 15, p.311.
[6] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: «Zum Problem des Naturalismus» (Acerca del problema del naturalismo), GSG, vol. 20, pp. 220-249, 242.
[7] Rammstedt, señala, el el posfacio de las Imágenes momentáneas, que: «en la nota en que, haciendo balance de su vida, [Simmel] se pregunta qué logro científico suyo habría de considerarse una aportación al desarrollo del espíritu, menciona, en el apartado de la metodología, que su Filosofía del dinero, es el ‘intento de desarrollar a partir de un solo elemento cultural la evolución cultural interna y externa entera, de entender la línea individual como símbolo de la imagen global’». Simmel, apunta Rammstedt, remite específicamente al «tipo de trabajo sobre el asa, las ruinas, el marco, el puente y la puerta y otros, en los que se muestra que cualquier pequeña superficialidad esconde un canal que la une con las últimas profundidades metafísicas», que, citando al propio Simmel: «Surgen a partir de un anhelo metafísico, uno solo, que se manifiestta equilibradamente en la relación buscada entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea» (pp.134-135)
Barthes, R. (2007). El haiku. En: R. Barthes. En: El imperio de los signos. (6a.ed. pp.15-20). Barcelona: Seix Barral.
Loos, A. (1993). Arte vernáculo. En: Adolf Loos. Escritos II. 1910-1932, (1a.ed.). Madrid: El Croquis Editorial.
Simmel, G. (2007). Imágenes momentáneas, sub specie aeternitatis. (1a.ed.). Barcelona: Gedisa.
Simmel, G. (2001). Puente y puerta. En: El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Barcelona: Península.
Simmel, G. (2002). El asa. En: La aventura. Ensayos de estética. Barcelona: Península.
Schorske, C. (1988). Rebelión en Viena. En A&V N°15
Tafuri, M., Dal Co, F. (1980). Arquitectura contemporánea, (1a.ed.). Madrid: Aguilar Editores.