EL ESPACIO BAJO LA SILLA

FICCIÓN, ND

 

ARMAZÓN DE VOLANTÍN

Somos cuatro los que estamos sentados, uno a cada lado de la pequeña mesa cuadrada. Los trayectos posibles de la conversación, suponiendo que siguen las líneas rectas que trazan nuestras miradas al cruzarse, dibujan un rombo con una cruz inscrita que flota sobre el mantel a la altura de los ojos, estructura parecida si se le ve desde arriba, al esqueleto de madera de un volantín al que no se le han pegado aún sus respectivos papeles de colores. Si alguien abandona la mesa, o deja de conversar tal como lo estoy haciendo ahora al bajar la vista y elaborar este pensamiento —que me libera de tener que hablar de cualquier cosa para llenar los silencios cada vez más frecuentes que han empezado a sucederse—, esa estructura queda inmediatamente reemplazada por una más simple, triangular, para la que no encuentro ahora un símil tan preciso como para aquella otra lo fue el del armazón del volantín.
—¿En qué piensas? —me acaba de preguntar Irisia, en un tono firme, pero a la vez ansioso por compartir lo que quiera que sea para no seguir contribuyendo con mi silencio a la incomodidad de nuestros invitados; un tono que oculta nerviosismo además, pues si formulo la respuesta que ella sabe ya tengo elaborada, podríamos quedar, a menos que cambiásemos radicalmente de tema, inmersos en un silencio aún más profundo. Si digo —pienso en la silla en la que estoy sentado, todos bajarán la vista o mirarán hacia otro lado, y ella tomará mi mano por debajo de la mesa como para decir, «de acuerdo, mantén tu silencio». Probablemente ninguno insista en volver a tocar ese asunto que, en el ámbito de la relación que manifestamos ahora sobre el mantel, no amerita más comentarios; ninguno insistirá en visitar nuevamente los rincones de aquella profunda crisis que produjo en mi la renuncia a seguir diseñando y construyendo apasionadamente mis sillas.

SEMEN DE SILLA

Cada vez que me pregunto qué silla aparecería si pensase en volver a construir una, lo que surge recurrente es la imagen difusa de un mueble abultado, de ese semen de silla como lo llamaba el maestro Mó, parecido al grueso empaste en el que un escultor empezaría a modelar una forma primitiva; o quizá, a la atroz superposición, en una sola, de todas las sillas que, con las alusiones y añadiduras del uso, podría uno alguna vez haber visto. La última imagen a la que recurrí, por ejemplo, fue al resumen en un solo mueble, de esos disimiles y memorables pares de sillas que vi enganchados a una hilera de mesas de ajedrez dispuesta paralela al borde de alguna calle; pares todos que vibraban al infinito encajados a la potencia voluminosa de la configuración de piezas sobre cada uno de aquellos tableros. Un asiento de ladrillo y tablas puesto frente a una silla de plástico con el emblema de una cervecera en el revés, un taburete de madera hecho con un cajón desarmado confrontado a una vieja silla de tubos metálicos y superficies pintadas de colores primarios, y la rebanada de un grueso tronco enfrentada al resto de una silla de oficina sin respaldo ni apoyabrazos, eran sólo algunas de las combinaciones de vitalidad invaluable que recuerdo, y que tan poco importaban a aquellos jugadores como poco en realidad importa, a estas tres personas, la presencia anodina de las sillas en las que estamos ahora sentados; presencia que me produce el mismo embotamiento que me asalta cada vez que trato, tras mi crisis, de dibujar una nueva silla, y para salir del cual ensayo ahora con la escritura de unos breves poemas:

mesa es máquina, centro y eje
silla trono; es ilusoria

EL GREMIO

El grupo, ocupado en proponer sillas siempre novedosas en el que solía trabajar antes de pasar a esta quietud en la que gasto ahora el tiempo, descubriendo estructuras que subyacen a las cosas o escribiendo poemas, aún publica su famosa revista; un documento cuya portada todavía presenta la imagen del mueble más reciente creado por el gremio, acompañada de sendos titulares que resuman su ontología; titulares que yo mismo muchas veces ayudé a redactar y de los que en especial recuerdo: «búsqueda de rótulas-clave para viejas mecedoras», «proyecto de sillón para pequeño curul», o mi preferido, sobre los «diez axiomas que definen la naturaleza del asiento del cuerpo». Recuerdo aquel hermoso número de la revista con el que, a mediados de los noventa, hacíamos referencia al instante mágico en el que quedamos deslumbrados por la aparición de las primeras piezas, tan sencillas y a la vez llenas de modernidad, construidas por el gran Mó Tza; piezas hechas en el extranjero pero que la condición unitaria del continente hacía parte de una búsqueda también nuestra. Desde ese instante, cada imagen de la última silla producida por el artista pasó inmediatamente a integrar nuestro sillarium local, y a ser atesorada como una suerte de hallazgo, de objeto precioso para hacer nuestro y pasar al otro como quien comparte un trago o un cigarro en una reunión de amigos. ¿Cómo nadie había descubierto antes esas cualidades tan sobrecogedoras que por su simpleza parecían tan obvias? —¡Cómo no se me ocurrió a mí! —pensaba más de uno. Pero luego de que la fiebre Tza dejara sus marcas indelebles en todos nosotros, lo otro, lo posterior hecho por él mismo, si bien superior en maestría, comenzó a pertenecer a un universo de cosas menos arcaicas, menos sinceras quizá. En sus sillas más recientes la geometría secreta de lo mínimo, tan típica del primer Tza, aparece rodeada de ideas inventadas no por él, sino por los nuevos «analistas del buen sentarse», resultando en objetos que ya no están dedicados al apasionado de la silla pura, sino al connossieur de la ergonomía de un mueble de corte más bien social. Cada nueva silla suya, bien podría decirse, es ahora un poco más predecible. Y así fue que vi lo que tanto atesoraba convertirse en asiento del mercado; así fue que decidí, aunque sigan siempre impresionándome los viejos diseños, dejar de hacer sillas.

MÁS ALLÁ DE LA FICCIÓN

¡Qué absurdas estas cuatro sillas iguales en las que estamos sentados! Da lo mismo estar en ésta o en cualquiera de las otras tres, pues ninguna posee nada particularmente memorable. ¿Cómo nos veremos desde afuera?, ¿desde arriba?, ¿desde el centro de la mesa en torno a la cual no hay realmente cuatro sillas sino siempre una y la misma? Miro hacia abajo, y lo que veo son sin duda los pedazos de una silla asomándose a cada lado y entre mis muslos, y esa mano que toma la mía para acompañarme en mi silencio comprendiéndolo, pero sin dejar de sostener que no es más importante la opinión de quien hace la silla que la de aquel que quiere sentarse para pensar en todo, menos en ella; que no es menos silla la silla por ser sólo algo tirado ahí para que el cuerpo no tenga que apoyarse directamente en el suelo, por ser sólo un lugar mudo contiguo a la mesa en el que, como en el vaso de vino o la concavidad de la cuchara, el cuerpo simplemente se refleje. Y aunque todo eso pueda ser cierto, no lo es menos el hecho de que para una silla puesta debajo de mí, éste cuerpo pueda también ser uno que ella misma va a moldear desde el punto inicial en el que todos somos un cuerpo más o menos general que la necesita; un bulto extraño al que ella va a instruir sobre comunión y soledad, y que intencionalmente va a desarticular, dado que la historia que le va a narrar será real en la medida en que le imponga una especie de estatuto, uno según el cual no será ella un simple mueble sino la parte tácita de un sistema que lo va a prolongar como haría una prótesis. ¡Y ése es el punto! Sobre un mueble, el cuerpo no debería volverse pasivo ni dejarse calibrar desde afuera mientras cuelga huésped; sobre una verdadera silla, el cuerpo no debería poder mostrarse cada vez menos en detalle, o cada vez más como una mera ficción que el artefacto de cuatro patas, asiento y respaldo articula al presente en un constante movimiento hacia un fin inalcanzable maniobrado convenientemente desde afuera. Aún prefiero pensar el mueble como una experiencia compleja, capaz de hablar de todo o de nada, frente a la cual no nos hacemos ningún favor suponiéndola sobreentendida; aún prefiero pensar la forma de la silla como algo esencialmente inasible que está aquí, pero no como se aparece a mi conciencia en la mayoría de las otras sillas, sino como una forma que trabaja para un cuerpo que no debe ni puede ser extraído como patrón. Prefiero pensar que la silla para mi cuerpo sí existe formándose más allá de cualquiera de estas ficciones, en un arreglo que no me va a herir al alzarme porque, como emancipación de la propia idea de silla, junto con permitirme descansar de todas las otras sillas, me será palanca firme con la cual abrir o afirmar el suelo declarando la supremacía de mi cuerpo.

CASAS

En lo que respecta a estas cuatro sillas, si bien a lo que en cada caso llamamos silla es a uno de los cuatro rebotes similares de la luz que baja del foco central en el techo, o a cada una de las vistas dirigidas desde un ángulo distinto al mismo objeto, el espacio que, entre el suelo, el reverso del asiento y las cuatro patas hay bajo cada una, y sobre el cual —aunque hayamos caminado a su alrededor de aquí para allá llevando platos a la cocina, o nos hayamos instalado toda la noche sobre él para conversar hasta quedar con la voz seca— nadie haría un comentario, es un cajón de sombra único e inédito, no sólo porque la fuente de luz en el techo esté desfasada respecto al centro de la mesa y arroje una sombra distinta al interior de cada uno, sino porque lo que dentro de cada interior fluye es de esencia eminentemente singular. Eran casas, cuando niños; recintos de los que uno se apropiaba y que se recorrían en una secuencia que llevaba a la nave central que se formaba bajo la mesa. El que estaba tras el mueble de madera era más acogedor que el de la silla de al lado, que se abría hacia el living como una puerta, que el de la silla del fondo, que era frío y estaba confinado hacia el muro, o que el de la silla que daba al ventanal de la terraza, que era tan luminoso como una ventana.

SILLA VOLCADA

Quisiera tomar una de estas sillas y voltearla sobre la mesa, tal como hacen en bares y restaurantes al cerrar para barrer del suelo la mugre acumulada; habría al menos algo interesante de qué hablar. Qué distinta se vería la silla al revés; sería una suerte de tarima dispuesta para que alguien se posicione y tome la palabra; un podio vacío, inestable y teórico en el cual poder ubicar una escultura, o sería una escultura en sí misma. La silla volcada, ya al margen de cualquier pensamiento externo al propio armazón de cuatro patas y respaldo, fundaría así una nueva arquitectura de resistencia a la propia cultura de las sillas y su uso como fondos sobre los cuales recortar sus figuras en negativo, y de apoyo a su uso como anclas o asideros para preservar en la memoria, tanto la noción de una silla ancestral como del necesario Apocalipsis constante del concepto mismo de silla. Tras el acto poético y subversivo de voltearlas, cualquiera de estas cuatro sillas se convertiría así en un artefacto capaz de ser usado de dos maneras excluyentes: para sentarse o para poder recordarlo como una invención. Se me ocurre entonces que bien podría incluirse, junto al manual del usuario que indica «ármelas, ordénelas alrededor de la mesa y siéntese» (y que viene dentro de los kits de cuatro, seis u ocho piezas), otro alternativo titulado «manual opcional para quien quiera volver a ver la silla como una invención». Poseería básicamente dos instrucciones: 1.- ponga la silla patas arriba y percíbala, 2.- voltéela nuevamente y juegue bajo ella como un niño.
Siento que esbozo una sonrisa y que nuevamente oigo su voz preguntando —¿en qué piensas?, dudando de si no es ésta la primera vez que me lo ha preguntado. Me inquieta pensar en el tiempo y el derroche de palabras que conlleva, dado lo que en él transcurre comprimido en una frecuencia imposible de ser transcrita, explicar un breve pensamiento, que quizá no debería nunca haber sido sacado de la caja curva que lo contenía.