ENSAMBLE PARA 4 INSTRUMENTOS

ENSAYO, ND

P: —¿Qué pintas?
R: —Cosas o escenas tomadas de un día cualquiera.
P: —Bien. Pero si rehacemos la pregunta dirigiéndola hacia cuál es el «tema» de los cuadros, dada la naturaleza infinita y diversa de esos días cualquiera que mencionas ¿no sería entonces muy difícil precisarlo?
R: —No. Si acordamos que a lo que vamos a llamar «tema», es al método bajo el cual asumo pictóricamente esa variedad en todos los casos. De eso sí puedo hablar con más precisión.
P: [Gesto con la mano que indica: ¡Adelante!]
R: —De la infancia conservo el recuerdo de haber pasado horas con un lápiz verde rellenando papeles cuadriculados con pequeños dibujitos, empeñado menos en una buena hechura que en cubrir la página como si se tratase de la textura continua de un tapiz. Y quiero pensar que lo hacía porque me había adelantado a considerar la «abstracción», o el no representar sino el ser el trazo esencialmente algo bidimensional, el propósito más estimable para un pintor. Pero cuando llegó el momento de usar esa no-referencialidad para narrar el suceder de aquellos días rutinarios, no pude hacerlo más que en la intimidad de unos ejercicios siempre iniciáticos planteados sobre la base de cuadros abstractos conocidos.
P: —¿Hacías seudo Kandinskys o Malevichs?
R: —¡Exacto! Y fue justamente del empeño por encontrar una abstracción propia, que sin estarla buscando, un día hice un círculo blanco que —en virtud de las manchas negras que como sombras sugerían giros en torno a su centro— constituía la disección del «eje de una rueda» (fig.1). Todas las ruedas había quedado de pronto representadas en esa suerte de cifrado; un repentino modo de escritura y lectura bajo el cual, hasta el viejo y querido Komposition, del neoplasticista Vordemberge-Gildewart, cuya imagen guardaba en alguna diapositiva —mostrando el lado interpretativo de su inalcanzable anhelo de abstracción, o concreción—, pasó a constituirse en un instrumento gráfico de disección de la realidad, con su triangulo blanco funcionando ahora como el corte transversal de un obelisco que conceptualmente salía fuera del cuadro para dejar su sombra oblicua proyectada sobre una suerte de pavimento (fig.2).
P: —Habías encontrado un modo de abstraer; un tema.
R: —Si, o al menos eso creí. Pero tal como el signo de una cruz, que es difícil dejar de suponerlo un cruce de caminos, o directamente, el andamio en el que se va a colgar un cuerpo, ese «eje de rueda» —tal como otros signos que pinté entonces, como el corte de la cavidad interior de una vasija, o tres líneas enlazadas representando una silla—, aunque rodeado cada vez de ráfagas de sombra y huellas distintas, agotó pronto su expresividad, y quedó abandonado sólo a la posibilidad de ser repetido una y otra vez.
P: —Otra calle si salida.
R: —Si. Y Ante ello, preferí volver a indagar en la singularidad de las cosas reales, las herramientas precisas y las personas concretas, pero ubicándolas esta vez (dadas mis recientes peripecias con el corte) en ambientes ideales que, sin paredes ni techo, permitiesen a esas cosas, sin estar siendo vistas por el ojo, ser retratadas a partir del solape de sus caras; sobre todo de aquellas caras que tendían a quedar ocultas en la percepción habitual. Distinto al cubismo analítico, que comprimía en una sola escena lo barrido por un ojo que se movía rodeando al sujeto, aquí, eran las cualidades del sujeto, en tanto «cosa vivida» —su recuerdo o sus omisiones completadas con trozos de realismo traídos literalmente como ready mades o collages desde fuera del lienzo—, las que colapsaban en su figura, ahora centrada y sujeta al cuadro por hilos o lineas de pintura. Más que retratar directamente un «zapato», su retrato era más fiel a su condición de cosa vivida si refería, por ejemplo, a su horma ausente; si más que al martillo, refería al molde de espuma vacío al sacarlo de la caja; si más que al «adorno», refería al mecanismo oculto que habitualmente sostenía su inutilidad; si más que al baile, refería al trazado de su secuencia de pasos cuando nadie lo estaba bailando; signos todos que, aunque menos puros que el eje de la rueda o la cruz, eran igualmente síntesis gráficas que se abrían a la exhibición de una serie de asociaciones tácitas.
P: —¿Encontraste tu anhelada abstracción?.
R: —Si, al menos me encontré ciertamente buscándola; pero más al modo de un músico que para tocar la fibra humana limita su ejecución a la menor cantidad de acordes en correcta relación. De hecho, a cuatro logré reducir los elementos a utilizar: fondoejefigura y sombra. Sobre un fondo mural recortado por los límites del cuadro y rayado por una cuadricula que hablaba de cierta serialidad, sujeta por un eje, anzuelo, grúa o hilo de plomada que hiciese de tensor, péndulo o contrapeso trasmutado en línea de pintura, colgué —como si de una arquitectura ecléctica en restauración tras andamios y poleas se tratase— la figura de un cuerpo animal, de un utensilio, o a veces incluso la del propio fondo replegado sobre sí mismo enclaustrando un espacio interior como el de un útero. Colgada, la figura pudo proyectar la sombra que revelaba su recorrido, la huella que describía su uso, y las añadiduras que develaban el tiempo transcurrido; sombras, huellas o añadiduras que si así lo necesitaban, podían también abandonar la superficie plana de la pintura; pero eso sí, dejando en ella un muñón vestigial que entrelazase la construcción interna del cuadro al exterior inasible.
P: —Pero ¿estamos viendo realmente una abstracción?, y ¿de qué sería?
R: —Descubrí después, que esta cuaternidad del cuadro se activaba como una música ante la mirada, que separaba algo que antes de pintarlo estaba expuesto pero sin ser visto; ¿dónde?, en todas partes, al fondo de la apariencia de cada cosa. Separé, por ejemplo, la absoluta certeza de que con un triángulo de silla asomado entre los muslos convive un posible «no saber jamás» qué hay en su revés, o si ese revés se parece al de las otras sillas. Separe la certeza, porque se le ve y se le toca, de que ese punto donde aquel poste de luz arranca del suelo, convive con un posible ignorar por siempre qué es lo que fluye por el amasijo de cables que sustenta más arriba, o cuánto penetra su estructura en el subsuelo. Separe, otra vez, la absoluta certeza de que una mano áspera como la de Juana, sentada en la vieja mesa frente al desvencijado quiosco de revistas que ha convertido en anaquel, ha rozado la mía para obsequiarme un libro, conviviendo con un posible «no saber jamás» qué historias guarda el desgaste de su mesa; qué tan conscientemente replicó con su armatoste lo que sucede en la librería snob una cuadra más allá, donde con mesas de café se hace más agradable y susceptible de compra el ojeado de los libros en venta, o para qué usaba la gruesa aguja que encontré en el interior de la caja de fósforos aplastada dentro del libro fungiendo como marcador de páginas. Separé, finalmente, el arranque del poste, el triángulo de silla y la mano de Juana replegados sobre su sombra y sujetos a sí mismos, como asideros de un entrelace posible con una vena común, un territorio de residuos colectivos, un resto enorme de relaciones que se extiende como resplandor o voluminosidad difusa y desenfocada en la que todo se funde; «carne» del mundo, como aseguraron una vez los fenomenólogos, cuya totalidad fáctica o concreta se comprueba justamente en la posibilidad de poder asirse ese pequeño ápice que dejan dispuesto para la aprehensión.
P: —¿Lo lograste entonces? Me refiero a separar o abstraer.
R: —No lo sé. Pero esas construcciones que casi nadie ve, que están en todas partes tras la apariencia, y que también podrían ser expuestas mediante un aparato narrativo musical, fotográfico o textual, son lo que pinto; son mi tema. Cada cuadro es, al menos, una cosa «nueva» agregada al mundo cuyo fin es que en su área reducida puedan colapsar, filosófica o metafóricamente —además de «vagamente», y por tanto instaurándose como documento verás de esa constitución inaprensible que narran— la «visceridad» remota de las cosas: su alma humana.
P: —Gracias.