DOBLE EXPOSICIÓN

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Como era costumbre, imprimí la página al reverso de una hoja de texto mal impresa guardada como papel para reciclar; pero como la cargué al revés, obtuve unas hileras de caracteres solapados que parecían trenzas de alguna tipografía abstracta. Con todo, a través de los espacios en blanco tras cada punto aparte, como por rendijas de luz, se podía leer alternativamente algún fragmento de texto limpio. Esta escritura automática de la máquina me recordó aquella vez en que por error había cargado un rollo de diapositivas ya expuesto, resultando las nuevas tomas en exposiciones dobles, algunas de las cuales cobraban de pronto algún nuevo sentido. Del solape del blanco de la hoja y los grandes bloques negros de letras enredadas expuestos por combinación accidental de ambos textos, apareció así una suma menor de partes legibles que, ordenada, parecía venir a redactar los estatutos de algún código o manual.

ÉMBOLO

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Frente al semáforo, sobre un pavimento lleno de picadillo de periódico, como si un desfile acabara de pasar, había un niño descalzo pidiendo monedas. Con el cambio a verde corrió hacia el quiosco que estaba en la esquina, y mientras sus dos compañeros distraían al vendedor, tomó uno de los diarios que estaban puestos en pilas en las parte baja. Desaparecieron por un buen rato, para regresar tras unas cuantas vueltas del semáforo con el diario hecho picadillos entre las manos y lo colocaron cuidadosamente en montones sobre la rejilla de la toma de aire del Metro. Uno de ellos puso la oreja en ella y gritó —¡ahí viene! Entonces, como por el hoyo de una jeringa vacía cuando el pistón de goma recorre el barril, el tren desalojo el aire del túnel haciendo estallar en el aire, junto a mi risa y la de los niños, una nube de papelillo. Jugaban con el más grande de los trenes eléctricos haciendo evidente inesperadamente, además, el pulso de la ciudad.

LO VACÍO COMO FIGURA

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Los bordes materiales que rodean el centro vacío de algunas cosas, pasan a veces a ser un fondo sobre el que destaca la figura de esa nada que contienen. Nada nuevo con esto, si se considera los miles de años de reflexión sobre el cilindro de aire hecho vasija al ser rodeado del barro de sus paredes; sobre el hecho de que lo importante allí es justamente lo que no está. Pero a veces, y aunque se trate de una ausencia, parece siempre tener que haber algo allí dentro que le dé sentido a esa figura. El cubo de aire transportable que se incrusta industrialmente en la arcilla húmeda de cada uno de los ladrillos de ventilación que produce en este momento alguna fábrica, pasa a existir como una nada cuando, instalados, dejan fluir aire al interior de una casa, o cuando, porque interfiere la pureza que la cuadricula continua de bloques en sumatoria produce en el muro, quito la hoja seca que cayó en uno. Es la misma operación según la cual el hueco que rompe el muro continuo de casas adosadas en una ciudad compacta, toma sentido al vaciarse en su interior la idea de una plaza, o según la cual se llamaría patio al vacío que ordena los ambientes de una casa. También hay vacíos sin nombre que se llenan de sentido dado lo que repentinamente pasan a contener. ¿Cómo denominar, por ejemplo, al espacio que aparece entre dos extraños cuando uno le pregunta al otro una dirección, o cuando volteo mi cuerpo hacia la pared para producir una zona de calma en la que el viento cese y pueda prender mi cigarro? ¿Cómo llamar a este espacio que ordena las sillas alrededor de la mesa, que ha aparecido al sentarnos para compartir comida o jugar dominó, que ha quedado cargado de polvo, luz, olor, conos de sombra, resonar de palabras y también del silencio dejado por aquello que pude decir pero preferí callar ante la elocuencia de una mirada que a su través me fue dirigida?

ANCLAS

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Caminaba hacia la Plaza Sotomayor, lugar de la gran fiesta frente al puerto. Persistía en el aire el humo residual del espectáculo pirotécnico que hacía unos minutos había celebrado la llegada del año nuevo en Valparaíso. Los relieves sinuosos de las fachadas oscuras de la calle Prat me iban revelando sus detalles al tiempo que la música se me iba revelando cada vez más nítida. Al llegar al espacio abierto, la densidad de la masa humana fue tal, que sólo pude caminar por el borde para regresar enseguida tomando la siguiente calle paralela; un estruendoso y breve paso que me permitió, tras la alegría histérica de miles de miradas desbordadas de tanto reír y abrazar extraños, registrar los sucesos ocurridos en los bordes; escenas que, como postimágenes, fui evocando en el trayecto de regreso.
Vi el Monumento a los Héroes quieto en el centro con la serie de edificios públicos de fondo, cerrados, oscuros y mudos, limitándose a definir el cubo de aire en el que todo sucedía. Vi en los suelos residuales de las esquinas frente a los zócalos, compartiendo comida con alguno de los invariables perros de la calle, pelados de sarna, que a diario duermen en esas aristas tras rondar los restos acumulados, personas sentadas sobre mantas triangulares. Vi gente durmiendo en aceras de las cuales otros levantaban manteles cuadriculados, juegos de dominó inconclusos y pequeñas despensas instaladas desde temprano para asegurarse un lugar de observación de los fuegos artificiales. Vi frente al anuncio incandescente de un paradero de bus inutilizado, la silueta de un cuerpo defecando en cuclillas, y hacia los callejones, círculos de figuras oscuras en varias posiciones frente a bares limítrofes negociando su ingreso a eventos «más intensos» ocurriendo tras los muros, sin darse cuenta de que era probablemente la idea, más que la necesidad de estar allí adentro, lo que les urgía.
A la mañana siguiente todo volvía a estar seco y conciso en ese vacío pestilente en el que ya no había nada, salvo las huellas de los puntos de anclaje final del intrincado artefacto que había ocupado el espacio la noche anterior; tan intrincado como los cruces ortogonales de miradas que unieron a desconocidos en esas áreas triangulares improvisadas, y tan aparentemente aleatorio como las arrugas de los manteles tras el cese de la furia de varias jugadas hechas con golpes de dados, fichas o naipes. Así se sentía la plaza; como la pura potencia de algo que la había abandonado dejando sólo marcas y surcos en sus bordes envejecidos; como una vibración en el suelo que terminaba, como una tibieza que se enfriaba dejando saturados de humedad, ácido negro de manos sucesivas y seca orina blancuzca los zócalos de sus muros podridos; esos mismos muros de cuya mampostería inicial de tanto en tanto se va a seguir disgregando algún pedazo para caer a la calle hinchado y deformado por los golpes persistentes de los carros hechizos.

CUBO

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—El infierno es el otro —acabo de decir, después de un largo silencio y en voz alta, como si algo en mí y no yo mismo lo hubiese dicho; como para dar a entender a los demás que el asunto concluyó, que prefiero seguir conduciendo en silencio que participar en la conversación. pero el efecto es otro. Felipe (8), desde el asiento de atrás, ha comenzado a explicarnos su visión del infierno tal cual anoche la soñó. Es, en pocas palabras, la construcción de su miedo a la nada.
—Pero, no es que no haya nada; hay suelo y cielo —le digo. —Si —responde—, hay un suelo, pero alrededor y arriba lo único que se ve es algo negro, como un cubo cerrado que se aleja si uno trata de tocarlo.

LA CARNE

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Era temprano y la película comenzaba aún dentro de media hora; decidimos, de igual modo, comprar los boletos. Frente a la taquilla, me sorprendió el mecanismo de control de los puestos vendidos; consistía en una pequeña tablita perforada en la que cada orificio correspondía a la ubicación de una butaca. Los orificios iban quedando vacíos a medida que se vendían los boletos que previamente habían sido puestos enrollados en cada uno de ellos. Este detalle era uno, entre muchos otros, de los que daban a pensar si es que habrían pertenecido siempre al uso real de la sala, o se habrían colocado con posterioridad en virtud de que, además de ser económicos, daban al cine su connotación característica de lugar alternativo al circuito comercial. Se trataba de una vieja sala de modestas proporciones ubicada en el centro de la ciudad, construida probablemente en la década de los ochenta, que más tarde fue acondicionada como cine.
Era la primera función, la sala estaba aún vacía y al vernos allí parados, el sujeto que recibía los boletos accedió a dejarnos entrar. Había estado en ella un par de veces, pero en esas oportunidades había ingresado a oscuras, con la proyección de los avances y los avisos comerciales como único foco de atención. Esta vez, la sala se me presentaba vacía, limpia, fría y bien iluminada. Siguiendo la costumbre de buscar la mejor vista, nos sentamos en la fila central, justo bajo el eje simétrico sobre el cual pasaría el rayo del proyector cuando se apagasen las luces.
Sentados, y transcurridos unos minutos de conversación, sobrevino uno de esos característicos silencios. Nada había que decir; la temperatura de la calle, la luz del día, sus ruidos y olores propios, la venta de libros, las artesanías, los bares y cafés con mesitas en la calle y el ruido de las anchas avenidas aledañas con su gran caudal de vehículos, habían quedado atrás; sólo estábamos los dos en la entraña vacía de un edificio de paredes iluminadas impregnado de ese olor característico que emana de los tapices y las alfombras viejas y que se percibe cuando, gracias al trabajo de los enfriadores mecánicos, el aire queda libre de los olores de afuera. Buscando alguna frase con la cual llenar ese intersticio de silencio, a veces incómodo en el curso de una conversación con alguien que se está conociendo, comencé a detallar rápidamente el lugar en busca de algo que ameritara ser comentado. Componían la sala una serie de elementos arreglados en unidad, pero una unidad nada compacta. Estaban allí las partes necesarias para equipar una sala de cine, pero parecían simplemente agregadas a las paredes sin una articulación real entre ellas ni con los muros más que mediante un simple atornillado, colgado o superposición. Eran visiblemente cosas tomadas de otros lugares; pero no parecía ser un ensamblaje hecho por añadiduras en el tiempo, sino todo de una sola vez y de la mejor manera posible dadas unas precarias condiciones de recolección. Los altavoces gozaban de completa autonomía; poseían tal identidad como elementos individuales que al verlos, se producía instantáneamente la evocación de los posibles equipos o instrumentos musicales cuyo sonido habrían estado amplificando poco tiempo antes de que alguien los colgase al muro; la integridad de su identidad, preservada en el nuevo ensamble, evidenciaba ese traslado literal que ahora era posible deshacer mentalmente. Lo mismo sucedía con las butacas; algo, sin poder decir exactamente qué, afectaba sus dimensiones y su inclinación respecto a la pantalla, sintiéndose como las sillas de otro teatro trasladadas a éste. Los ductos de aire, ubicados directamente sobre los muros, y el extraño plafón que cubría el techo, también daban la impresión de no ser elementos del lugar, sino añadiduras. Para terminar, unas extrañas líneas verticales decoraban los muros pasando por detrás de todos estos elementos acrecentando la sensación de superposición.
Esta observación fugaz la complementé enseguida con otra, igual de breve, sobre las salas de los multicines. Todas estas partes sobrepuestas que daban a entender que no había otra manera de colocarlas sino literalmente colgadas sobre los duros muros del viejo edificio, eran los mismos elementos que en las salas de los cines más modernos quedaban perfectamente fusionados a la caja de muros configurando una unidad. En esas salas, antes de comenzar la película, cuando las luces están aún encendidas, se escucha a veces una música ambiental que uno no sabría a ciencia cierta de dónde proviene, pero que invade el espacio creando una atmósfera envolvente; de seguro unos altavoces, y el resto de elementos de acondicionamiento, están ocultos en unas paredes que, a su vez, han sido creadas para contenerlos y disimularlos. La forma y el material de esos muros, si es que es pertinente llamar así a estas estructuras, son independientes al edifico que los contiene, porque se trata de un sistema que prevé en su programación las distintas posibilidades de configuración de unas baterías de salas prácticamente adaptables a cualquier gran espacio. Después de haber visitado tres o cuatro de esas salas, incluso en diferentes países, uno termina por acostumbrarse al hecho de que poseen la capacidad de no encarnarse en una efectiva presencia, sino en una suerte de ausencia presente. Hay allí, diríamos, una cosa antepuesta a mi consciencia, pero mi consciencia reacciona ante esa cosa no vinculándose efectivamente, sino a su imagen como forma de preexistencia: la imagen característica que representa culturalmente al objeto en cuestión y que hace que se perpetúen sus réplicas aquí y allá.
De vuelta a la precaria sala, nos encontrábamos con los mismos elementos que en aquellas salas elevaban la experiencia sensorial, pero en un arreglo cuya fábrica, demasiado evidente, sólo iba a desaparecer cuando se apagasen las luces y quedase en segundo plano el grotesco ensamblaje; uno, por lo demás, que no iba a generar, como en aquellas salas, el impulso a querer repetirlo, porque lo que se encontraba allí era, a todas luces, una eventualidad, en la que la labor de trasladado literal de partes tomadas de otros contextos incluía finalmente el traslado literal de la propia presencia abstracta de una sala de multicines moderna para hacerla colisionar al interior del viejo edificio. Los roces, en ese tipo de encuentro, no podían sino ser evidentes; era una cirugía mal hecha que evidenciaba unas pretensiones no alcanzadas, pero que por eso mismo, exhibía una potencia lírica como la de un collage, con sus bordes de encuentro entre materiales diversos abandonados a la imposibilidad de fusionarse completamente, decretando su materia, algún tipo de inteligencia propia o de derecho a expresarse por sí misma y negarse a ser manipulada.
Todo este pensamiento, que no ocupó en mi mente más que unos segundos, era un acto personal dirigido exactamente a la misma cosa en el centro de la cual ambos estábamos inmersos, cosa que para ella constituía quizá sólo un ensamblaje funcional hecho de una manera un tanto descuidada. Indiferente a nuestros pensamientos, en todo caso, la sala yacía allí de una forma única a la que ni ella ni yo podríamos nunca acceder. Cuando comenzó a entrar la gente tomé tres fotos, como para capturar esa particularidad que simplemente parecía en cualquier momento poder desaparecer.

ESCALERRA

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Y aquí voy otra vez, bajando por esta escalera incómoda que, para unir el patio de madera con la biblioteca que está debajo, a un arquitecto se le ocurrió diseñar y construir. La primera vez que bajé por ella sus escalones, de poca altura y ancho excesivo, hicieron tan lento el descenso, que para desentorpecer los pies, e intentar mantener un ritmo natural, tuve que descender de a dos peldaños. Pero haciéndolo de ese modo, el impacto de cada paso se volvía tan violento y ruidoso, que al repercutir, tanto en mi cuerpo como en la paz de la biblioteca, no quedaba otra opción que la de volver a ejecutar los interminables pasitos cortos. Después, encontré un escrito que la definía como un dispositivo de transición; uno, cuyo propósito era justamente el de adaptar el descenso al cambio de ambientes. Se trataba, según ese escrito, de un artefacto que, en lugar de unir progresivamente las cualidades de los dos espacios que vinculaba debido a una adaptación consciente por parte de quien descendiese, operaba más bien como un torniquete del metro o un resalto en la calle; es decir, al modo de un mecanismo cuya función, independiente a la consciencia del descendente, era la de «atenuar» sus pasos, adaptando obligatoriamente el caminar entre lo que era «arriba, afuera y bullicio», y lo que era «abajo, adentro y silencio». Hoy cuando la uso, ya no me toma por sorpresa; ahora, esa obligación a ejecutar esa suerte de danza a un ritmo distinto, es para mí su forma de ser; una forma que me volvería a sorprender si, con la repetibildad de los torniquetes o los resaltos, comenzase a aparecer en otras escaleras, y que dejaría de sorprenderme del todo si su forma terminase por convertirse realmente en la de algo habitual; en la forma de ser de muchas escaleras ahora trasformadas en «atenuadores»: un tipo de artefacto común que, a esas alturas, ya no necesitaría que una voz externa lo explicase o que explicase que su aparición no contiene un error, porque su concepto ya sería parte de la cultura.[1] Pero cada vez que uso la escalera, también me da por pensar, que no es tan fácil unir el ser de un objeto útil hecho en la usanza o la habitualidad, al ser de un mecanismo nuevo que se tenga a bien imaginar, y que al menos por ahora, es injusto dotar de esa responsabilidad a la escalera alterándole sus peldaños, convirtiéndola en una anomalía cuya rareza (o error), si me lo preguntan, sí le añade al mundo un cierto interés.

[1] Es algo parecido a lo que ocurre con las escaleras mecánicas. En ellas, uno acepta la imposición maquinal de un artefacto, de un ingenio que sabemos oculta bajo la apariencia de una gentil escalera, sin que nadie deba explicarlo, un enorme animal silencioso de engranaje, cadena metálica y electricidad. Pero es un ingenio abiertamente esclavo que ya ha sido adjudicado a la categoría de las cosas utilitarias puestas allí para hacer de la mejor manera lo que se espera que hagan. La escalera mecánica no reclama la atención de quien la usa por el hecho de que altere su respiración o su paso; esa alteración, que sí ocurre, ya no es en sí misma algo peculiar. ¡Y claro que podría este animal mecanizado y de dócil apariencia encarnar a un ser demoníaco! Pero ello estaría inserto en una reflexión opcional permitida justamente por estar construido bajo esa ley implícita según la cual, ya se ha aceptado que las escaleras están hechas para suavizar el roce entre espacios comunicados a diferentes niveles; espacios que, en cambio, sí pueden estar animados de maneras inusuales porque los espacios, más que las escaleras, son los que afectan a las personas, y las personas, más por los espacios que por las escaleras, parecen desear ser afectadas. Quien ha hecho antes escaleras, las ha hecho expresamente para que pasen desapercibidas o sobreentendidas; para que quien las use evoque la experiencia que le han facilitado; tal como cuando se brinda o charla con un amigo, y lo que se recuerda, por sobre el recuerdo del músculo siendo impactado por un vaso o un asiento, es la peculiaridad del contenido humano expresado. Pero es también posible, y hay que admitirlo, que de vez en cuando la peculiaridad de un vaso o un asiento sí ayude a fijar en la memoria de una manera especial la experiencia humana de un brindis o de una charla.

PASARELA

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La mayoría de las pasarelas elevadas que cruzan avenidas con tránsito vehicular, están tipificadas; su hechura consiste en elevar el paso de los peatones a la altura de una viga, adaptable a varios anchos de calle, provista de escaleras o rampas estandarizadas en los extremos. Cada tipo, es la optimización de un tipo anterior concebido dentro de un campo de estudio referido al diseño normalizado de pasarelas. En Valparaiso, cruzando la avenida que da hacia la costa apareció un día, ocupando el lugar que de otro modo le correspondería a una de esas pasarelas tipificadas, un objeto que es, en cambio, único e individual. Parece ser el ensamblaje de tres partes bien diferenciadas, hechas de madera, metal y hormigón en distintas proporciones, sacadas directa y literalmente del ámbito amplio de las cosas preexistentes en el mundo; dicho de otro modo, son partes que mantienen en el ensamblaje que forman, un significado propio que permite que, visualmente, puedan ser separadas física y funcionalmente. Una, es un segmento de arco que se asemeja a la estructura autosuficiente de un antiguo puente curvo de madera, uno de cuyos extremos, el opuesto al mar, se apoya directamente en el suelo. La otra, es un alto pedestal de cemento y barandas metálicas que, de aspecto más industrial como el de un elevador de carga, un andamio, una plataforma de observación o una de las bases de hormigón prefabricado recuperada de una autopista, recibe el otro extremo del puente al otro lado de la calle. Y la última parte, es una escalera que, similar a la que se sobrepondría a la salida de emergencia de un edificio, a la salida de un avión o de un barco, desciende paralela a la calle desde el pedestal. Lo que se suscita con el ensamblaje de esas tres partes, es justamente la evocación de la circunstancia única que las reúne: la presencia del mar, un ancho de calle particular, y una breve plaza adyacente que recoge la gran afluencia de gente que, al otro lado, va a abordar el bus o el tren. Es, en tanto pasarela, mucho más que una cosa funcional, y como cosa funcional, es mucho más que una pasarela. Es un mirador elevado clavado frente al mar —que aún sin la escalera lateral seguiría funcionando como una prolongación orgánica de ida y vuelta sin descenso desde la plaza, o ajeno a la plaza si se le conservase la escalera lateral pero se prescindiese del puente curvo— que permite a la mirada, al superar el ancho bandejón del puerto saturado de maquinaria, mercancía, enormes neumáticos de camión y containers, contemplar directamente el frente marino. Pero lo que en realidad hace única a esta estructura es el que dada su presencia, de ésa manera y en ése lugar, esos significados pueden coexistir sin que dejen de ensamblar finalmente una pasarela.