ENSAMBLE PARA 4 INSTRUMENTOS

ENSAYO, ND

P: —¿Qué pintas?
R: —Cosas o escenas tomadas de un día cualquiera.
P: —Bien. Pero si rehacemos la pregunta dirigiéndola hacia cuál es el «tema» de los cuadros, dada la naturaleza infinita y diversa de esos días cualquiera que mencionas ¿no sería entonces muy difícil precisarlo?
R: —No. Si acordamos que a lo que vamos a llamar «tema», es al método bajo el cual asumo pictóricamente esa variedad en todos los casos. De eso sí puedo hablar con más precisión.
P: [Gesto con la mano que indica: ¡Adelante!]
R: —De la infancia conservo el recuerdo de haber pasado horas con un lápiz verde rellenando papeles cuadriculados con pequeños dibujitos, empeñado menos en una buena hechura que en cubrir la página como si se tratase de la textura continua de un tapiz. Y quiero pensar que lo hacía porque me había adelantado a considerar la «abstracción», o el no representar sino el ser el trazo esencialmente algo bidimensional, el propósito más estimable para un pintor. Pero cuando llegó el momento de usar esa no-referencialidad para narrar el suceder de aquellos días rutinarios, no pude hacerlo más que en la intimidad de unos ejercicios siempre iniciáticos planteados sobre la base de cuadros abstractos conocidos.
P: —¿Hacías seudo Kandinskys o Malevichs?
R: —¡Exacto! Y fue justamente del empeño por encontrar una abstracción propia, que sin estarla buscando, un día hice un círculo blanco que —en virtud de las manchas negras que como sombras sugerían giros en torno a su centro— constituía la disección del «eje de una rueda» (fig.1). Todas las ruedas había quedado de pronto representadas en esa suerte de cifrado; un repentino modo de escritura y lectura bajo el cual, hasta el viejo y querido Komposition, del neoplasticista Vordemberge-Gildewart, cuya imagen guardaba en alguna diapositiva —mostrando el lado interpretativo de su inalcanzable anhelo de abstracción, o concreción—, pasó a constituirse en un instrumento gráfico de disección de la realidad, con su triangulo blanco funcionando ahora como el corte transversal de un obelisco que conceptualmente salía fuera del cuadro para dejar su sombra oblicua proyectada sobre una suerte de pavimento (fig.2).
P: —Habías encontrado un modo de abstraer; un tema.
R: —Si, o al menos eso creí. Pero tal como el signo de una cruz, que es difícil dejar de suponerlo un cruce de caminos, o directamente, el andamio en el que se va a colgar un cuerpo, ese «eje de rueda» —tal como otros signos que pinté entonces, como el corte de la cavidad interior de una vasija, o tres líneas enlazadas representando una silla—, aunque rodeado cada vez de ráfagas de sombra y huellas distintas, agotó pronto su expresividad, y quedó abandonado sólo a la posibilidad de ser repetido una y otra vez.
P: —Otra calle si salida.
R: —Si. Y Ante ello, preferí volver a indagar en la singularidad de las cosas reales, las herramientas precisas y las personas concretas, pero ubicándolas esta vez (dadas mis recientes peripecias con el corte) en ambientes ideales que, sin paredes ni techo, permitiesen a esas cosas, sin estar siendo vistas por el ojo, ser retratadas a partir del solape de sus caras; sobre todo de aquellas caras que tendían a quedar ocultas en la percepción habitual. Distinto al cubismo analítico, que comprimía en una sola escena lo barrido por un ojo que se movía rodeando al sujeto, aquí, eran las cualidades del sujeto, en tanto «cosa vivida» —su recuerdo o sus omisiones completadas con trozos de realismo traídos literalmente como ready mades o collages desde fuera del lienzo—, las que colapsaban en su figura, ahora centrada y sujeta al cuadro por hilos o lineas de pintura. Más que retratar directamente un «zapato», su retrato era más fiel a su condición de cosa vivida si refería, por ejemplo, a su horma ausente; si más que al martillo, refería al molde de espuma vacío al sacarlo de la caja; si más que al «adorno», refería al mecanismo oculto que habitualmente sostenía su inutilidad; si más que al baile, refería al trazado de su secuencia de pasos cuando nadie lo estaba bailando; signos todos que, aunque menos puros que el eje de la rueda o la cruz, eran igualmente síntesis gráficas que se abrían a la exhibición de una serie de asociaciones tácitas.
P: —¿Encontraste tu anhelada abstracción?.
R: —Si, al menos me encontré ciertamente buscándola; pero más al modo de un músico que para tocar la fibra humana limita su ejecución a la menor cantidad de acordes en correcta relación. De hecho, a cuatro logré reducir los elementos a utilizar: fondoejefigura y sombra. Sobre un fondo mural recortado por los límites del cuadro y rayado por una cuadricula que hablaba de cierta serialidad, sujeta por un eje, anzuelo, grúa o hilo de plomada que hiciese de tensor, péndulo o contrapeso trasmutado en línea de pintura, colgué —como si de una arquitectura ecléctica en restauración tras andamios y poleas se tratase— la figura de un cuerpo animal, de un utensilio, o a veces incluso la del propio fondo replegado sobre sí mismo enclaustrando un espacio interior como el de un útero. Colgada, la figura pudo proyectar la sombra que revelaba su recorrido, la huella que describía su uso, y las añadiduras que develaban el tiempo transcurrido; sombras, huellas o añadiduras que si así lo necesitaban, podían también abandonar la superficie plana de la pintura; pero eso sí, dejando en ella un muñón vestigial que entrelazase la construcción interna del cuadro al exterior inasible.
P: —Pero ¿estamos viendo realmente una abstracción?, y ¿de qué sería?
R: —Descubrí después, que esta cuaternidad del cuadro se activaba como una música ante la mirada, que separaba algo que antes de pintarlo estaba expuesto pero sin ser visto; ¿dónde?, en todas partes, al fondo de la apariencia de cada cosa. Separé, por ejemplo, la absoluta certeza de que con un triángulo de silla asomado entre los muslos convive un posible «no saber jamás» qué hay en su revés, o si ese revés se parece al de las otras sillas. Separe la certeza, porque se le ve y se le toca, de que ese punto donde aquel poste de luz arranca del suelo, convive con un posible ignorar por siempre qué es lo que fluye por el amasijo de cables que sustenta más arriba, o cuánto penetra su estructura en el subsuelo. Separe, otra vez, la absoluta certeza de que una mano áspera como la de Juana, sentada en la vieja mesa frente al desvencijado quiosco de revistas que ha convertido en anaquel, ha rozado la mía para obsequiarme un libro, conviviendo con un posible «no saber jamás» qué historias guarda el desgaste de su mesa; qué tan conscientemente replicó con su armatoste lo que sucede en la librería snob una cuadra más allá, donde con mesas de café se hace más agradable y susceptible de compra el ojeado de los libros en venta, o para qué usaba la gruesa aguja que encontré en el interior de la caja de fósforos aplastada dentro del libro fungiendo como marcador de páginas. Separé, finalmente, el arranque del poste, el triángulo de silla y la mano de Juana replegados sobre su sombra y sujetos a sí mismos, como asideros de un entrelace posible con una vena común, un territorio de residuos colectivos, un resto enorme de relaciones que se extiende como resplandor o voluminosidad difusa y desenfocada en la que todo se funde; «carne» del mundo, como aseguraron una vez los fenomenólogos, cuya totalidad fáctica o concreta se comprueba justamente en la posibilidad de poder asirse ese pequeño ápice que dejan dispuesto para la aprehensión.
P: —¿Lo lograste entonces? Me refiero a separar o abstraer.
R: —No lo sé. Pero esas construcciones que casi nadie ve, que están en todas partes tras la apariencia, y que también podrían ser expuestas mediante un aparato narrativo musical, fotográfico o textual, son lo que pinto; son mi tema. Cada cuadro es, al menos, una cosa «nueva» agregada al mundo cuyo fin es que en su área reducida puedan colapsar, filosófica o metafóricamente —además de «vagamente», y por tanto instaurándose como documento verás de esa constitución inaprensible que narran— la «visceridad» remota de las cosas: su alma humana.
P: —Gracias.

RETORNO A LOS OBJETOS CONCRETOS. SIMMEL, DESDE LA ESTÉTICA DEL ENSAMBLAJE

ENSAYO, ND

PUBLICADO COMO: ‘RETORNO A LOS OBJETOS CONCRETOS. ESTÉTICA DEL ENSAMBLAJE’
EN: ‘CIUDADES DE GEORG SIMMEL. LECTURAS CONTEMPORÁNEAS’
FRANCISCA MARQUEZ (ED.). UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO. SANTIAGO, 2012
CAP II. PP.163-173

INTENCIÓN

A continuación, se examinará dos ensayos breves de Georg Simmel: Puente y puerta de 1903 y El asa de 1911; interesantes artefactos literarios que, entre sus mayores cualidades, y desde un punto de vista formal, destaca la de hacer descansar su claridad conceptual en la posibilidad que dan al lector de deducir su todo a partir del reconocimiento de la individualidad de las partes que lo estructuran; es decir, de entender literalmente su condición de ensamblajes. Hacia el final, se reflexionará sobre el hecho de que los propios sujetos de análisis de los ensayos —las maniobras de liberación de la subjetividad que ejecutan los individuos dentro de los sistemas sociales constrictivos en que viven, y que decantan en las alegorías del puente, la puerta o el asa— son también, y de allí su cualidad expresiva, visibles ensamblajes de partes.

ASSEMBLAGE

Cuando nos atrae la forma de un objeto tecnológico —un automóvil por ejemplo—, dada la armonía de las líneas de su superficie o la gracia de su desempeño, damos por hecho que responde a la unión óptima de unas piezas, porque sabemos que es el estado actual, o concreto, de una idea que lleva mucho tiempo madurando entre dos extremos abstractos: el de su forma primitiva como invento y el de un futuro en el que el resultado será aún más eficiente y seductor. Sus piezas, dentro de lo que constituye un sistema cerrado en evolución, se han ido redefiniendo constantemente por leyes internas propias, apareciendo o desapareciendo unas en atención al desarrollo orgánico de otras, siempre con miras a una más perfecta articulación. Aunque no sepamos exactamente bajo qué complejos procesos de armado ha aparecido, esa forma visual resultante nos persuade, en una persuasión que sería estética, de su eficiente complexión.
Existen otros artefactos que, bajo la lógica del hombre común, han sido armados con partes tomadas directamente del mundo. Los artefactos que produce este sistema abierto no son la concreción momentánea de un abstracto, sino que son, en sí mismos y en atención a que no evolucionan: concretos; o se conservan ya hechos o en su estar haciéndose o desaparecen. En ellos, bien podría acordarse que, dado que quien los observa puede mentalmente separar sus partes, porque las reconoce en su identidad y las puede devolver a su lugar de origen conociendo intuitivamente además algo de esa franja de espacio vivido del que se extrajeron, su contemplación directa, que es también estética, da a entender literalmente el cómo fueron armados o ensamblados, con la entrega además y en ese mismo entendimiento literal, de un sentido o una posibilidad de uso. Desde la pequeña mesa hecha colocando dos ladrillos bajo una tabla, pasando por un texto o un discurso político, hasta la ciudad misma si la entendemos como obra colectiva a partir de fragmentos, se trata de ensamblajes cuyas partes se amarran, pegan, atornillan, apoyan o simplemente acercan de forma manual. En el ámbito del arte, asimismo, la palabra assemblage nombra objetos de ése tipo; constructos que hace un artista cuando descubre que puede expresar una emoción o un sentido aproximando, yuxtaponiendo o combinando partes no concebidas artísticamente ni diseñadas de antemano para estar juntas, sino sacadas directamente de la realidad para integrarlas, conservándoles su identidad, en el cuerpo de un nuevo artefacto. La palabra, fue incorporada al léxico del arte moderno a comienzos de la década de los cincuenta, aunque muchos artistas, como Marcel Duchamp o Kurt Schwitters, ya venían trabajando con este tipo de artefactos desde hacía décadas en una práctica similar a la del collage. Pero mientras un collage tendía a combinar cosas sobre un espacio plano y delimitado como el de un cuadro, estos ensamblajes lo hacían directamente en la tridimensionalidad de nuestro espacio vivencial, real; único soporte en el que pueden colapsar en un mismo artefacto aquellas cosas que la experiencia cotidiana ha separado en compartimientos bien diferenciados —el de los desechos, el de los utensilios, el de los objetos artísticos, el de los materiales de construcción, el de las ideas, el de los ruidos, el de las palabras, el de las cosas técnicas, el de las acciones humanas. Hay, desde luego, una diferencia radical entre aquello que deja reconocer un ensamblaje artístico y lo que deja reconocer uno utilitario, aunque en ambos es algo inmaterial que puede ser extraído y reinstalado en otro ensamblaje como cualquiera de sus otras partes materiales. Mientras el ensamblaje artístico nombra ese objeto lógico o ilógico que lo motiva, y quien lo ve puede sólo limitarse a interpretarlo, el ensamblaje utilitario hace aparecer su motivación como algo incontrovertible. En otras palabras, mientras sólo Duchamp pudo extraer la motivación duchampiana que sostenía su rueda de bicicleta sobre el taburete (fig.1) y reinstalarla en otro ready-made —como el urinario con la firma «R. Mutt» rayada en él—, el eidos «mesa» o «asiento», que aparece al apoyar la tabla horizontal sobre los dos ladrillos, puede ser trasladado a otro ensamblaje por cualquier persona.

ARTEFACTOS LITERARIOS

En el reino de los objeto literarios, si bien la gran mayoría se arma con el propósito de decir algo pleno de sentido apoyándose en una relación de palabras dispuestas en el contexto de una hoja o de un libro, también, y por el motivo de suscitar una distinta legibilidad, los hay hechos bajo esta estética del ensamblaje. Entre los más breves y sintéticos, se encuentra en la cultura japonesa, el haiku, ese escrito que a pesar de ser completamente inteligible, y tal como expresaba Roland Barthes, «no quiere decir nada» (p.16), porque «no es un pensamiento rico reducido a una forma breve sino a un acontecimiento breve que encuentre de golpe su forma justa»[1] (p.17). El haiku, que para el occidental sería una suerte de poema brevísimo es, para el japonés, un sencillo artefacto utilitario, familiar y tan trasladable como una silla, que narra tres observaciones de la realidad ensambladas en un aquí y un ahora intrascendente; que sin emitir opinión alguna, se debe leer entendiendo la reunión de las sentencias individuales como un acto de contemplación en el que el lenguaje enmudece y se muestra sólo como un recurso material; una concreción súbita que no es muy fácil de captar por el lector occidental, quien al no poder concebir un texto sin discurso, e intentar interpretarlo o bien decretarlo un sinsentido, lo destruye.[2]
En occidente, sin llegar a la renuncia del contenido, pero sí en busca de una distinta claridad de lectura, hay también algunos textos que optaron por esa sintaxis basada en exhibir el ensamblaje de sus partes. Esa opción se hace sobremanera evidente en los breves ensayos Puente y puerta y El asa del sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel, aquí reseñados; textos que, sin dejar de ser científicos, reducen a un mínimo la dimensión explicativa en virtud de la intencionalidad de las figuras que comparecen: elementos provistos de una identidad tan marcada en el mundo vivido y onírico del lector, que con simplemente aproximarles las ideas de fondo, éstas se prenden firmemente a ellos, alcanzando el breve texto, en el acto, la profundidad conceptual deseada. En este desplazamiento que el autor propone, y a diferencia de otros textos en los que toma como excusa un sentimiento como la coquetería o la avaricia, las figuras aludidas las constituyen las efectivas cosas materiales que suscitan los vocablos puente, puerta o asa, que el lector calza sin problemas en un puente que recuerda, en la puerta de su casa o en el asa de la tasa en que bebe al momento de la lectura. Quien ya conoce a Simmel leerá de inmediato en estos ensayos, la profundidad psicológica que ya ha aparecido en sus otros escritos: el principio heurístico en la distinción entre forma y contenido y la narración de la fatalidad que subyace a la cultura moderna dada la condición paradojal, dual, del sujeto; parte conceptual que ha migrado entre unos y otros escritos y que, a diferencia de lo que ocurre con los ensamblajes plásticos, por ejemplo con los de Duchamp, donde a pesar de migrar de obra en obra el concepto permanece enigmático, se traspasa como tesis científica; una, que bien el lector pudo haber ido reconstruyendo con nitidez en la lectura acumulativa de los textos, pero que, gracias a la claridad de las figuras que la hacen aparecer en estos breves ensayos, se le aparece también incipiente, como una grata sorpresa, a quien recién empieza a familiarizarse a través de ellos con la obra del teórico alemán.
Si insistimos en las analogías con el artista plástico, bien podría decirse que, si en los textos que tratan de sentimientos o actitudes —como la avaricia, la coquetería, la cita o la aventura— Simmel emuló el gesto de un pintor o un escultor luchando con la piedra o el pigmento para convertir arquetipos en imágenes, en estos breves ensayos, que trabajan con la alusión directa a cosas materiales, su acción se equiparó más a la de un ensamblador extasiado ante la identidad de unas partes que simplemente encontró e hizo colapsar crudas y actuales con el objeto lógico y atemporal de su pensamiento. Para Simmel, tanto el puente y la puerta fueron, como lo habrían sido para un artista plástico, figuras en las que lo no visible iba a aparecer fácilmente al dirigirles una mirada más profunda; en el último párrafo de Puente y puerta, en efecto, escribió: «si bien la frecuencia con que la pintura emplea a ambos [los modelos puente y puerta] también se puede atribuir al valor artístico de su mera forma, existe, sin embargo, también aquí, aquel encontrarse pleno de misterio con el que la significación puramente artística y la perfección de una imagen se muestra siempre al mismo tiempo como la expresión más exhaustiva de un sentido en sí no visible, espiritual o metafísico…».
Enormemente placenteras de leer, las imágenes a las que cada uno de estos ensayos nos acercan resultan tan claras como la propiedad, que comparten, de ser instrumentos de sondeo en la profundidad a la que pretenden trasladar al lector. Tanto es así que, en la introducción de Imágenes momentáneas, Esteban Vernik señaló que, en efecto: «en su intento por captar el espíritu evanescente (…) Simmel recurrió a un principio de conexión entre el nivel superficial de lo observable en la vida cotidiana y el nivel de los valores últimos»; principio que en su Filosofía del dinero refirió al trazado de una «línea directriz que iba desde la superficialidad del acontecer económico hasta los valores y significaciones últimos de todo lo humano»[3] (pp.18-19) y que en otro texto, citado también por Vernik, refirió a «un anhelo metafísico, uno solo, que se manifestase equilibradamente en la relación buscada entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea»[4] (p.135). Otthein Rammstedt, en el posfacio de las Imágenes momentáneas, también se refirió ese principio de conexión señalándolo como la acción de poder ver, en cualquier detalle de la vida, la totalidad de su sentido, al considerarlo como una «sonda» o «plomada» —un término que ya habían usado Nietzsche y Schopenhauer— «enviada por el individuo no mediado —como escribió Simmel—, el que simplemente existe, a la capa de las últimas significancias espirituales»[5] (p.130). Trasladado todo esto a los ensayos reseñados, la imagen resulta elocuente; una puerta, un puente o un asa, están atascados en la costra agujereada de la superficie, sin poder atravesarla ni moverse, atados al peso enorme de un objeto lógico que pende de ellos hacia un vacío profundo. En un movimiento muy cercano al de un artista ensamblador, Simmel quiso deducir, desde un reconocimiento intuitivo, desde una contemplación estética dirigida a cosas individuales encontradas directamente en la realidad, la totalidad del sentido de la vida.
Construida así la imagen formal a la que recurren, puede vislumbrase ahora la profundidad a la que estos ensayos asoman. En ellos, Simmel comienza indagando en lo aparentemente obvio: que un puente une dos bordes mientras los separa y que impone una dirección ofreciendo al mismo tiempo la libertad de decidir en qué sentido se cruza; que una puerta en un muro permite aislar lo propio de lo ajeno otorgado también la libertad de transgredirla para regresar cuando se desee; y finalmente, que un asa pegada a un recipiente permite accederle funcionalmente sin cuestionar sus formas, sean voluminosas, texturizadas o indiferentes a la transmisión térmica del liquido que contienen. Estas tres figuras, diminutas en lo cotidiano, se tornan después monumentales al usarse como analogías de los constructos especializados que arman las personas en sus relaciones con los sistemas sociales más o menos estables que los rodean; para lograr expresar libremente, en ellos y fuera de ellos, su subjetividad.
Cuando Vernik señalaba, también en la introducción a las Imágenes Momentáneas, que T. W. Adorno, a pesar de sus desacuerdos, había reconocido que Simmel, en tanto filósofo de lo cotidiano, había sido «el primero, a pesar de su idealismo psicológico, en efectuar un retorno de la filosofía a los objetos concretos» (p.21), o cuando Rammstedt, en el posfacio del mismo texto, señalaba que sus ensayos «trataban de cosas fugaces y poco llamativas de nuestro mundo vivencial, de cosas que parecían contradictorias en sí, que encerraban paradojas, que no exigían ser solucionadas, sino que, como paradojas, era socialmente funcionales» (p.134), se referían a Simmel como un observador de las conductas sociales de ese «ser fronterizo que no tenía ninguna frontera» (Puente y puerta); un observador que luego se ocupaba de encarnarlas en acciones materiales simbólicas concretas; la de hacer un marco, usar una máscara o implementar un coqueteo, una aventura, un juego o una cita, por ejemplo; o como sucede en estos ensayos, la de tender un puente para unirse a cosas que a la vez se desea mantener cautelosamente distantes; usar puertas para confinar un espacio privado que permita desarrollar las infinitas formas del ser, pero en el seno mismo de las limitaciones y la terrible finitud que el orden social y el convencionalismo exterior le imponen; o la de instalar un punto de asidero eventual, una junta de conexión, que desde su círculo estrecho, permita penetrar el círculo externo que desde fuera lo articula, tal como dice el autor en el ultimo párrafo de El asa: «como si fuese el brazo que uno de los mundos —sea el real, sea el ideal— extiende para alcanzar al otro y atraerlo a su interior, y para dejarse alcanzar y atraer a su interior por el otro» sin que ello implique rupturas sino la consecución de una unidad formal.

OBJETOS CONCRETOS

Esos puentes, puertas o asas, esos paradójicos aparatos de supervivencia que las personas instalan entre sí, esas sutiles maniobras de mediación añadidas in vitro al mundo y que diagnostican que los hombres modernos solo pueden mantener su humanidad si aproximan artificialmente los limites abstractos de lo individual y lo colectivo, de la subjetividad y la necesidad; esos «objetos concretos» que operan sutilmente todos los días en los ámbitos de cotidianidad y a los que Simmel constantemente volvía son, en sí mismos y cuando nadie los mira o escribe sobre ellos, sendos ensamblajes de partes tomadas del mundo por la lógica del hombre común; y por tanto, formas estéticas portadoras de una belleza que aparece al hacerlos sujetos intencionados de análisis; por ejemplo, al verlos ocurrir con toda naturalidad en otra cultura pero constituyendo un exotismo para el observador. Recordemos al Barthes de los setenta asombrarse al ver en las calles del Japón, formas sociales muy concretas pero extrañas al occidental; «…en la calle, en un bar, en una tienda, en un tren, acontece siempre algo; ese algo —que, etimológicamente, es una aventura— de orden infinitesimal —escribía—, es una incongruencia de ropaje, un anacronismo de cultura, una libertad de comportamiento, un ilogismo de itinerario…»; eventos que «sólo brillan en el momento en que se los lee, en la escritura viva de le calle». Y «lo que esas aventuras dan a leer (allá soy lector, no visitante) —expresaba—, es la rectitud del trazo, sin estelas, sin margen, sin vibración; tantos comportamientos pequeños (de la vestimenta a la sonrisa)», «que parecen decirme a su manera, como el joven ciclista que lleva en su brazo alzado una charola de arcilla; o la muchacha que se inclina con un gesto tan profundo, tan ritualizado que pierde todo servilismo», que son «la materia misma del haiku» (p.18). Dirigiendo entonces una mirada intencionada a nuestra propia cultura, sería posible captar estéticamente un sinfín de hechos efímeros de relación que trasgreden los límites de lo que normalmente sería de esperar. Recuerdo, por ejemplo —con mucho de puente o asa, pero también de aventura o leve coquetería, si se remite al imaginario simmeliano—, al barrendero que solía colocar tres montículos de hojas secas atravesados de manera estratégica en la ciclovía, de modo que al menos sobre uno de ellos, dispersando las hojas, la siguiente bicicleta tuviese que pasar. El ciclista sentiría probablemente algo de culpa y enojo, y el barrendero habría logrado, en el nivel más tenue, que sus miradas se cruzasen, y en el más aparatoso, un intercambio de palabras que probablemente terminaría en un apretón de manos y en el intercambio de saludos cada vez que, de allí en adelante, sus individualidades se encontrasen en la ciclovía; un ensamblaje, por lo demás, que aproximaba las subjetividades de dos personalidades disímiles articulándolas en el marco del sistema social y cultural que las contenía a ambas.
Estas síntesis de las realidades opuestas de lo «transitorio y lo eterno» en un ensamblaje, parecen siempre tener algo de «artístico». Y Simmel admitió que donde mejor las encontraba encarnadas era, en efecto, en el objeto artístico. En Acerca del problema del naturalismo escribió: «Sólo cuando entendamos que el arte significa aquel tercero —igual de alejado de la realidad como de la arbitrariedad subjetiva—, y que éste consiga de este modo que el impulso subjetivo naturalista del creador, su libertad, genere aquello que es necesario según las exigencias objetivas del arte, solo entonces podemos empezar a ver porqué en la gran obra de arte se anula el carácter de contrario de las otras dos grandes contradicciones que suelen repartir nuestra relación con el mundo: la libertad y la necesidad».[6] Esta afirmación, que alude directamente a esa conciliación inalcanzable a la que aspiraría la experiencia estética de la modernidad, de saldar la fisura entre sociedad e individuo en un acto consciente de su inaplicabilidad, esencialmente fatalista pero al mismo tiempo constructivo y liberador en su impulso congénito, describe exactamente la fisonomía inquietante que, a la vuelta de unos pocos años, adquirirían algunos de los más conmovedores y preciados objetos paradigmáticos de la vanguardia artística de principios del siglo veinte; dos de ellos: el Cuadro negro sobre fondo blanco del suprematista ruso Kasimir Malevich (1878-1935) (fig.2), y la casa Moller, del arquitecto austríaco Adolf Loos (1870-1933) (fig.3). En el cuadro, pintado en 1913, la mancha negra, plana y cuadrada que aspiraba a no representar nada, terminó representando, en palabras del propio autor, el vano de una ventana oscura en la que en cualquier momento se asomaría un rostro. El cuadro se transformó de ese modo en un puente, en una estructura que, al tiempo que dejaba un testimonio de la existencia de lo abstracto, anunciaba nuestra imposibilidad de experimentarlo como tal. En la casa Moller, proyectada en Viena en 1927, una fachada simétrica e inexpresiva ocultaba, sin contradecirlo funcionalmente, un interior de espacios libres y fluidos. T. W. Adorno opinaba que la obra de Loos «jamás soldaba la fractura entre sujeto y objeto, y antes que fingir una conseguida conciliación, prefería quebrarse» (Tafuri y Dal Co. P.118). Para Loos, ciertamente, la casa era una especie de objeto paradójico, un templo para la vida en cuanto era capaz de preservar su hermetismo; «la casa —escribió Loos— no debe expresar nada al exterior. Toda su riqueza debe manifestarse en su interior» (1993. pp.61-69); «es un recinto racional, impenetrablemente neutro. No puede leerse pues no dice nada; más bien hace algo» (p.12). La casa era un elemento de discontinuidad como una puerta, que también poseía una máscara, y que era a la vez un puente o un asa que facilitaba la continuidad de la vida. Ambos artefactos poseían esa belleza superior que Simmel, refiriéndose a la unidad formal del asa con su vaso, denominó «supraestética», y que aparece cuando el objeto permite ver, en su constitución, la dualidad de la que precisamente surge.[7]

ENSAMBLAJES

Respondiendo a esas mismas fuerzas ingeniosas y creativas en el ámbito de lo eventual, volvamos a esos armatostes materiales que abundan en las calles hechos espontáneamente por las personas a partir de una reunión simple de cosas halladas a la mano propensas a ser unidas. Son también paradojas, estructuras que quedan abandonadas como testimonio de los roces en las relaciones sociales y los desfases de la vida cotidiana; objetos concretos susceptibles de contemplación estética y, por qué no, haikus de occidente. Entre ellos podría mencionarse: la silla del cuidador de automóviles en un estacionamiento compuesta por restos de dos muebles; el asiento que se formaliza al atornillar una tabla a un grueso tronco cortado y que aprovecha el tronco alto y más delgado de otro árbol adyacente como respaldo y sombra; el alambre atado a un par de bloques de cemento improvisadamente constituidos que, al separarse, forman una barrera que evita que los automóviles se estacionen, o la vivienda emplazada en el interior de un container auxiliada por un baño químico adosado y un tanque de agua instalado en el techo. Son artefactos que simplemente suceden, que dialogan con la totalidad sin buscar respuestas, pero que no contradicen la continuidad de la cultura; que se resuelven en una irresolución que es estética —o supraestética, en términos de Simmel— porque logra, como sin proponérselo, hacer colapsar lo infinitamente incalculable en un modesto ensamblaje.


[1] Barthes apunta que «el número, la dispersión de los haiku, por una parte, y la brevedad, la integridad de cada uno de ellos, por la otra, parecen dividir, clasificar el mundo al infinito, constituir un espacio de puros fragmentos, un polvo de acontecimientos que, por una suerte de desherencia de la significación, no puede ni debe coagular, construir, terminar, dirigir nada. Esto se debe a que el tiempo del haiku carece de sujeto: la lectura no tiene otro yo que la totalidad de los haiku, de los cuales este yo, por refracción infinita, no es más que el sitio de la lectura» (p.17).
[2] «El quehacer del haiku —apunta Barthes— es que la exención del sentido se lleve a cabo a través de un discurso perfectamente legible (contradicción denegada al arte occidental, que no sabe oponerse al sentido más que volviendo su discurso incomprensible), (…) esa suspensión del sentido que nos resulta la cosa más extraña puesto que vuelve imposible el ejercicio más corriente de nuestro habla, que es el comentario» (pp.18-19).
[3] Citado por Vernik como: G. Simmel, Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, p.11.
[4] Citado por Vernik como: G. Simmel, Aus einer Familienchronik (De una crónica familiar, 1916, 1918), sin publicar, se edita en GSG, vol. 24.
[5] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: “Rembrandt”, GSG, vol. 15, p.311.
[6] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: «Zum Problem des Naturalismus» (Acerca del problema del naturalismo), GSG, vol. 20, pp. 220-249, 242.
[7] Rammstedt, señala, el el posfacio de las Imágenes momentáneas, que: «en la nota en que, haciendo balance de su vida, [Simmel] se pregunta qué logro científico suyo habría de considerarse una aportación al desarrollo del espíritu, menciona, en el apartado de la metodología, que su Filosofía del dinero, es el ‘intento de desarrollar a partir de un solo elemento cultural la evolución cultural interna y externa entera, de entender la línea individual como símbolo de la imagen global’». Simmel, apunta Rammstedt, remite específicamente al «tipo de trabajo sobre el asa, las ruinas, el marco, el puente y la puerta y otros, en los que se muestra que cualquier pequeña superficialidad esconde un canal que la une con las últimas profundidades metafísicas», que, citando al propio Simmel: «Surgen a partir de un anhelo metafísico, uno solo, que se manifiestta equilibradamente en la relación buscada  entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea» (pp.134-135)

Barthes, R. (2007). El haiku. En: R. Barthes. En: El imperio de los signos. (6a.ed. pp.15-20). Barcelona: Seix Barral.
Loos, A. (1993). Arte vernáculo. En: Adolf Loos. Escritos II. 1910-1932, (1a.ed.). Madrid: El Croquis Editorial.
Simmel, G. (2007). Imágenes momentáneas, sub specie aeternitatis. (1a.ed.). Barcelona: Gedisa.
Simmel, G. (2001). Puente y puerta. En: El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Barcelona: Península.
Simmel, G. (2002). El asa. En: La aventura. Ensayos de estética. Barcelona: Península.
Schorske, C. (1988). Rebelión en Viena. En A&V N°15
Tafuri, M., Dal Co, F. (1980). Arquitectura contemporánea, (1a.ed.). Madrid: Aguilar Editores.

EL PODEROSO RESORTE

ENSAYO, ND

PUBLICADO COMO ‘EL PODEROSO RESORTE DE NUEVA YORK Y LO VIRTUAL’
REVISTA (A+C) N°3. USACH 2010. PP. 119-127

INTENCIÓN

Un trozo de metal puede clasificarse por el acuerdo de un amplísimo grupo humano; un martillo o un automóvil aún son relativamente fáciles de clasificar, pero no parece ocurrir lo mismo con objetos de índole creativa, como los edificios de autor. Son edificios, desde luego, pero no es difícil percatarse de cuantas otras extrañas presencias vienen en ellos encarnadas. Tomando eso como punto de partida y considerando el Museo Guggenheim proyectado por Frank Lloyd Wright para Nueva York como sujeto de análisis, haré una breve reflexión sobre esa cualidad volátil que la materia del edificio de autor adquiere en la cultura.

ACCIÓN

Estaba parado frente a uno de esos centros comerciales de rampa helicoidal continua que tuvieron su auge en Santiago hacia la década de los setenta; el «caracol» que se hace ampliamente visible en el cruce entre las avenidas Irarrázaval y Pedro de Valdivia. Si miraba exclusivamente su «forma», podía ver sin duda la cáscara enrollada de una fruta, la concha de un molusco o, ciertamente, ese cilindro vacío orientado al cielo que, al agrupar hormigón y vidrio en espiral a su alrededor, hizo aparecer por primera vez el museo Guggenheim de Nueva York; el mismo que alguna vez Borges, casi ciego, percibió como cualidad esencial de aquel edificio: «…yo no podía distinguir los objetos —expresaba el escritor argentino— pero sí la luz, y notaba que el recorrido no era en línea recta (…), íbamos bajando en círculos, porque la luz siempre estaba a la derecha; una luz que provenía de una cúpula de cristal, me dijeron, y que yo notaba sobre mi cabeza como si no estuviéramos en un edificio sino al aire libre…» (Grau, 1989). Pero lo que sobre la apariencia de esas formas pasaba a primer plano ante mi percepción, y aunque caído en desuso tras la aparición del espacio indiferenciado que propuso después el shopping mall, era el uso de esas formas como modelo para reproducir edificios comerciales; otra muestra notable de lo cual, la tenemos en ese otro caracol, menos evidente porque tiene la mayor parte de su cuerpo incrustada en el subsuelo, que aun se encuentra en el cruce entre Los Leones y Providencia. En síntesis, estaba mirando un edificio tan «regularizado» como puede serlo el departamento que habito, la casa seriada de aquel barrio o la torre de cristal que aloja oficinas más allá; una neutralidad instrumental que, como la tramoya de un escenario vacío, permite a las personas que la usan poner en primer plano el desarrollo de sus propias vidas por sobre cualquier otra cualidad arquitectónica ofrecida; una neutralidad que sitúa a esa estructura que la porta, y en el sentido más pragmático del término —de constituir un bien para las necesidades de una mayoría—, como un edificio «concreto»; naturaleza muy distinta por cierto, a la del museo que habría servido de referente, cuya singular concepción ocurrió probablemente cuando, en 1943, Frank Lloyd Wright recibió la carta en la que Hilla von Rebay, consejera artística de Salomón R. Guggenheim, le pedía que diseñase una suerte de «templo dedicado al espíritu». Con esa significación solicitada, y a la espera de que fuese la que recibiesen las personas al verlo, el edificio apareció construido un día, pero suscitando en cambio, una percepción, a lo menos distinta e inquietante, que despertó en clientes, autoridades, artistas y la opinión pública, un sinfín de polémicas sobre su naturaleza, ninguna relacionada por cierto con la idea de un templo. Comenzando con el desagrado del propio Wright a hacerlo en ese lugar, el edificio lidió con una serie de percepciones capciosas emitidas desde la cultura: ¿qué era?, ¿un excusado o una fuente?, ¿un espiral geométrico o un zigurat invertido?, ¿el embrión para un espacio existencial de mínimo roce o un juego mecanicista al que había que subir por un elevador para dejarse conducir gentilmente y en descenso por la rampa helicoidal? A través del tiempo fue llamado sarcásticamente «caracol», «lavadora», «bollo indigestible» o «tazón de cereal invertido»; «si era un error —opinó el escultor Jacques Lipchitz— era uno bien grande»; …«sólo se comprimiría y estiraría como un poderoso resorte», opinó finalmente el propio Wright, al expresar con orgullo que su edificio sobreviviría incluso una explosión atómica.[1]

REFLEXIÓN

Cabe entonces la pregunta: ¿por qué los edificios «singulares» que produce la disciplina de la arquitectura, que su propia historia aplaude como grandes logros, y que han sido proyectados bajo la vocación sincera de celebrar la vida común de las personas, quedan frecuentemente atrapados en un modo de comprensión —popular, intelectual, económico, político o de consumo— muy diferente al que sus autores o la lectura disciplinar hubiesen imaginado, recibiendo generalmente apatía, recelo o distanciamiento y sólo en el mejor de los casos, alguna discreta admiración? La cultura, diríamos conjeturando una respuesta, aún sin haberlos entendido, opta por recibir estos edificios desde la posibilidad que le presentan de ser «clasificados» como pertenecientes a un «tipo»; justamente, al tipo de edificio que, en oposición al que ese mismo ajuste ya ha clasificado como regular, se caracterizaría por venir cargado de cierta incomprensión innata, de cierto sentido inestable mayormente construido en la mente que lo creó, y de una materialidad volátil que acepta ser definida desde diversas alusiones, referencias y nombres; un tipo de máquina extraña que viene finalmente a ejecutar una música nueva, que en vez de hacernos bailar instintivamente, de haber tomado ritmos y cadencias existentes, ejecuta el son de una danza inédita que debe ser realizada bajo una suerte de incondicionalidad y entrega casi mística; un tipo de edificio que, de ese modo, se constituye una experiencia opcional, de evasión, reflexión o juego que, como tal, hace lícito el abordarla con menos rigor o importancia.
De pronto, el mecanismo del caracol ante el cual estaba parado, me pareció ser el de una máquina espiral aún más compleja que su referente, pues al llevarlo activado retrospectivamente de manera tan literal, quedaba ciertamente poseído por una inmaterialidad varias veces más siniestra que la del edificio de Nueva York; una inmaterialidad que, sin embargo y por costumbre, las personas no estaban en capacidad o interés de captar. Esto me llevo a considerar, también de un modo cultural, que aquel ejercicio de clasificación del edificio singular que produce la disciplina de la arquitectura por parte de la personas, podría esconder en realidad un problema de comprensión, para cuya solución intuí dos posibles caminos. El primero, consistiría en que, al estar ante uno de estos edificios singulares, el observador o usuario se niegue a hacer ese ejercicio cultural de clasificación y proponga a su mirada, como lo hace la fenomenología, poner entre paréntesis lo sobreentendido para poder ver el puro recipiente en el que han sido calzados unos determinados fenómenos; o dicho de otro modo, que esa mirada, que sabe que con las cosas limitadas del mundo cabe, por «puro gusto» como decía Baudrillard, hacer su inventario, pudiendo «clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como se hace con una flora o una fauna», clasifique a este edificio como un objeto per-se «inclasificable»; pero eso sí, sosteniendo la premisa, y sería esto lo más importante, de que como igual a todo objeto, éste también habría «aparecido para transformar alguna cosa» (2004, p.1), y aceptando que no podría haber aparecido a menos que a su materia se le hubiese «in-formado», y que por consiguiente no sería ni verdadero ni falso sino formalmente «conveniente» (flusser, 1999), intentar «ver» la naturaleza de esa labor de transformación. Allí, la mirada habría aceptado que, así como la forma edificio puede usarse para materializar un dintel, una columna o un muro, también para materializar la memoria, el aire, el neuma, el sufrimiento o el éxtasis; habría aceptado que la deformación que Wright perpetró en el hormigón perecedero del Museo, fue hecha para hacer aparecer un mundo formal imperecedero que ya existía, en las conchas de moluscos, en los zigurat, en las pirámides escalonadas y en diversos recipientes platónicos; mundo que, en tanto susceptible de recibir una mirada teórica, también pudo usarse después para rellenar la materia perecedera de unos edificios comerciales regularizados en Latinoamérica. Pero como normalmente no vivimos interesados en realizar este ejercicio cognitivo, que lo que nos vendría a decir es que toda materia lo que contiene al final es nuestra propia experiencia, el segundo camino posible en la solución del problema de comprensión que suscita a la mirada el edificio singular, sería el de contemplar, desde su propio nacimiento, la posibilidad de que la forma entregue por sí misma la clave del entendimiento de su singularidad; es decir, que se ejecute el proyecto del edificio desde el compromiso disciplinar de estudiar de antemano qué cosas, en tanto máquina que va a procesar la materia, habrá de transformar al instalarse en la cultura, y subsecuentemente, arrojar de ello una imagen literalmente comprensible.
Llegado este punto, tuve que admitir cierta la posibilidad tercera de que lo más sensato bien podría ser el no conjeturar a tales extremos, y aceptando tanto la levedad de la mirada como la subliminalidad del edificio singular, simplemente dejar que estas obras sean lo que son: unos fabulosos engranajes que atormentan nuestra conciencia cada vez que entramos en ellos invitándola a una suerte de ceremonia dada entre lo material y lo inmaterial …bienvenidos al templo.

[1] Datos obtenidos de un Articulo de 1959, publicado en la versión en línea de la revista TIME. Time Magazine, LAST MONUMENT, November 2, 1959. Fecha de consulta: 10 de Noviembre de 2008.

Baudrillard, J. 2004. El sistema de los objetos, Siglo XXI Editores, Buenos Aires.
Flusser, V. 1999. Filosofía del Diseño, Editorial Síntesis S. A., Madrid.
Grau, C. 1989. Borges y la Arquitectura, Editorial Cátedra, Madrid.