DOBLE EXPOSICIÓN

APUNTE, ND

Como era costumbre, imprimí la página al reverso de una hoja de texto mal impresa guardada como papel para reciclar; pero como la cargué al revés, obtuve unas hileras de caracteres solapados que parecían trenzas de alguna tipografía abstracta. Con todo, a través de los espacios en blanco tras cada punto aparte, como por rendijas de luz, se podía leer alternativamente algún fragmento de texto limpio. Esta escritura automática de la máquina me recordó aquella vez en que por error había cargado un rollo de diapositivas ya expuesto, resultando las nuevas tomas en exposiciones dobles, algunas de las cuales cobraban de pronto algún nuevo sentido. Del solape del blanco de la hoja y los grandes bloques negros de letras enredadas expuestos por combinación accidental de ambos textos, apareció así una suma menor de partes legibles que, ordenada, parecía venir a redactar los estatutos de algún código o manual.

ÉMBOLO

APUNTE, ND

Frente al semáforo, sobre un pavimento lleno de picadillo de periódico, como si un desfile acabara de pasar, había un niño descalzo pidiendo monedas. Con el cambio a verde corrió hacia el quiosco que estaba en la esquina, y mientras sus dos compañeros distraían al vendedor, tomó uno de los diarios que estaban puestos en pilas en las parte baja. Desaparecieron por un buen rato, para regresar tras unas cuantas vueltas del semáforo con el diario hecho picadillos entre las manos y lo colocaron cuidadosamente en montones sobre la rejilla de la toma de aire del Metro. Uno de ellos puso la oreja en ella y gritó —¡ahí viene! Entonces, como por el hoyo de una jeringa vacía cuando el pistón de goma recorre el barril, el tren desalojo el aire del túnel haciendo estallar en el aire, junto a mi risa y la de los niños, una nube de papelillo. Jugaban con el más grande de los trenes eléctricos haciendo evidente inesperadamente, además, el pulso de la ciudad.

ENSAMBLE PARA 4 INSTRUMENTOS

ENSAYO, ND

P: —¿Qué pintas?
R: —Cosas o escenas tomadas de un día cualquiera.
P: —Bien. Pero si rehacemos la pregunta dirigiéndola hacia cuál es el «tema» de los cuadros, dada la naturaleza infinita y diversa de esos días cualquiera que mencionas ¿no sería entonces muy difícil precisarlo?
R: —No. Si acordamos que a lo que vamos a llamar «tema», es al método bajo el cual asumo pictóricamente esa variedad en todos los casos. De eso sí puedo hablar con más precisión.
P: [Gesto con la mano que indica: ¡Adelante!]
R: —De la infancia conservo el recuerdo de haber pasado horas con un lápiz verde rellenando papeles cuadriculados con pequeños dibujitos, empeñado menos en una buena hechura que en cubrir la página como si se tratase de la textura continua de un tapiz. Y quiero pensar que lo hacía porque me había adelantado a considerar la «abstracción», o el no representar sino el ser el trazo esencialmente algo bidimensional, el propósito más estimable para un pintor. Pero cuando llegó el momento de usar esa no-referencialidad para narrar el suceder de aquellos días rutinarios, no pude hacerlo más que en la intimidad de unos ejercicios siempre iniciáticos planteados sobre la base de cuadros abstractos conocidos.
P: —¿Hacías seudo Kandinskys o Malevichs?
R: —¡Exacto! Y fue justamente del empeño por encontrar una abstracción propia, que sin estarla buscando, un día hice un círculo blanco que —en virtud de las manchas negras que como sombras sugerían giros en torno a su centro— constituía la disección del «eje de una rueda» (fig.1). Todas las ruedas había quedado de pronto representadas en esa suerte de cifrado; un repentino modo de escritura y lectura bajo el cual, hasta el viejo y querido Komposition, del neoplasticista Vordemberge-Gildewart, cuya imagen guardaba en alguna diapositiva —mostrando el lado interpretativo de su inalcanzable anhelo de abstracción, o concreción—, pasó a constituirse en un instrumento gráfico de disección de la realidad, con su triangulo blanco funcionando ahora como el corte transversal de un obelisco que conceptualmente salía fuera del cuadro para dejar su sombra oblicua proyectada sobre una suerte de pavimento (fig.2).
P: —Habías encontrado un modo de abstraer; un tema.
R: —Si, o al menos eso creí. Pero tal como el signo de una cruz, que es difícil dejar de suponerlo un cruce de caminos, o directamente, el andamio en el que se va a colgar un cuerpo, ese «eje de rueda» —tal como otros signos que pinté entonces, como el corte de la cavidad interior de una vasija, o tres líneas enlazadas representando una silla—, aunque rodeado cada vez de ráfagas de sombra y huellas distintas, agotó pronto su expresividad, y quedó abandonado sólo a la posibilidad de ser repetido una y otra vez.
P: —Otra calle si salida.
R: —Si. Y Ante ello, preferí volver a indagar en la singularidad de las cosas reales, las herramientas precisas y las personas concretas, pero ubicándolas esta vez (dadas mis recientes peripecias con el corte) en ambientes ideales que, sin paredes ni techo, permitiesen a esas cosas, sin estar siendo vistas por el ojo, ser retratadas a partir del solape de sus caras; sobre todo de aquellas caras que tendían a quedar ocultas en la percepción habitual. Distinto al cubismo analítico, que comprimía en una sola escena lo barrido por un ojo que se movía rodeando al sujeto, aquí, eran las cualidades del sujeto, en tanto «cosa vivida» —su recuerdo o sus omisiones completadas con trozos de realismo traídos literalmente como ready mades o collages desde fuera del lienzo—, las que colapsaban en su figura, ahora centrada y sujeta al cuadro por hilos o lineas de pintura. Más que retratar directamente un «zapato», su retrato era más fiel a su condición de cosa vivida si refería, por ejemplo, a su horma ausente; si más que al martillo, refería al molde de espuma vacío al sacarlo de la caja; si más que al «adorno», refería al mecanismo oculto que habitualmente sostenía su inutilidad; si más que al baile, refería al trazado de su secuencia de pasos cuando nadie lo estaba bailando; signos todos que, aunque menos puros que el eje de la rueda o la cruz, eran igualmente síntesis gráficas que se abrían a la exhibición de una serie de asociaciones tácitas.
P: —¿Encontraste tu anhelada abstracción?.
R: —Si, al menos me encontré ciertamente buscándola; pero más al modo de un músico que para tocar la fibra humana limita su ejecución a la menor cantidad de acordes en correcta relación. De hecho, a cuatro logré reducir los elementos a utilizar: fondoejefigura y sombra. Sobre un fondo mural recortado por los límites del cuadro y rayado por una cuadricula que hablaba de cierta serialidad, sujeta por un eje, anzuelo, grúa o hilo de plomada que hiciese de tensor, péndulo o contrapeso trasmutado en línea de pintura, colgué —como si de una arquitectura ecléctica en restauración tras andamios y poleas se tratase— la figura de un cuerpo animal, de un utensilio, o a veces incluso la del propio fondo replegado sobre sí mismo enclaustrando un espacio interior como el de un útero. Colgada, la figura pudo proyectar la sombra que revelaba su recorrido, la huella que describía su uso, y las añadiduras que develaban el tiempo transcurrido; sombras, huellas o añadiduras que si así lo necesitaban, podían también abandonar la superficie plana de la pintura; pero eso sí, dejando en ella un muñón vestigial que entrelazase la construcción interna del cuadro al exterior inasible.
P: —Pero ¿estamos viendo realmente una abstracción?, y ¿de qué sería?
R: —Descubrí después, que esta cuaternidad del cuadro se activaba como una música ante la mirada, que separaba algo que antes de pintarlo estaba expuesto pero sin ser visto; ¿dónde?, en todas partes, al fondo de la apariencia de cada cosa. Separé, por ejemplo, la absoluta certeza de que con un triángulo de silla asomado entre los muslos convive un posible «no saber jamás» qué hay en su revés, o si ese revés se parece al de las otras sillas. Separe la certeza, porque se le ve y se le toca, de que ese punto donde aquel poste de luz arranca del suelo, convive con un posible ignorar por siempre qué es lo que fluye por el amasijo de cables que sustenta más arriba, o cuánto penetra su estructura en el subsuelo. Separe, otra vez, la absoluta certeza de que una mano áspera como la de Juana, sentada en la vieja mesa frente al desvencijado quiosco de revistas que ha convertido en anaquel, ha rozado la mía para obsequiarme un libro, conviviendo con un posible «no saber jamás» qué historias guarda el desgaste de su mesa; qué tan conscientemente replicó con su armatoste lo que sucede en la librería snob una cuadra más allá, donde con mesas de café se hace más agradable y susceptible de compra el ojeado de los libros en venta, o para qué usaba la gruesa aguja que encontré en el interior de la caja de fósforos aplastada dentro del libro fungiendo como marcador de páginas. Separé, finalmente, el arranque del poste, el triángulo de silla y la mano de Juana replegados sobre su sombra y sujetos a sí mismos, como asideros de un entrelace posible con una vena común, un territorio de residuos colectivos, un resto enorme de relaciones que se extiende como resplandor o voluminosidad difusa y desenfocada en la que todo se funde; «carne» del mundo, como aseguraron una vez los fenomenólogos, cuya totalidad fáctica o concreta se comprueba justamente en la posibilidad de poder asirse ese pequeño ápice que dejan dispuesto para la aprehensión.
P: —¿Lo lograste entonces? Me refiero a separar o abstraer.
R: —No lo sé. Pero esas construcciones que casi nadie ve, que están en todas partes tras la apariencia, y que también podrían ser expuestas mediante un aparato narrativo musical, fotográfico o textual, son lo que pinto; son mi tema. Cada cuadro es, al menos, una cosa «nueva» agregada al mundo cuyo fin es que en su área reducida puedan colapsar, filosófica o metafóricamente —además de «vagamente», y por tanto instaurándose como documento verás de esa constitución inaprensible que narran— la «visceridad» remota de las cosas: su alma humana.
P: —Gracias.

LO VACÍO COMO FIGURA

APUNTE, ND

Los bordes materiales que rodean el centro vacío de algunas cosas, pasan a veces a ser un fondo sobre el que destaca la figura de esa nada que contienen. Nada nuevo con esto, si se considera los miles de años de reflexión sobre el cilindro de aire hecho vasija al ser rodeado del barro de sus paredes; sobre el hecho de que lo importante allí es justamente lo que no está. Pero a veces, y aunque se trate de una ausencia, parece siempre tener que haber algo allí dentro que le dé sentido a esa figura. El cubo de aire transportable que se incrusta industrialmente en la arcilla húmeda de cada uno de los ladrillos de ventilación que produce en este momento alguna fábrica, pasa a existir como una nada cuando, instalados, dejan fluir aire al interior de una casa, o cuando, porque interfiere la pureza que la cuadricula continua de bloques en sumatoria produce en el muro, quito la hoja seca que cayó en uno. Es la misma operación según la cual el hueco que rompe el muro continuo de casas adosadas en una ciudad compacta, toma sentido al vaciarse en su interior la idea de una plaza, o según la cual se llamaría patio al vacío que ordena los ambientes de una casa. También hay vacíos sin nombre que se llenan de sentido dado lo que repentinamente pasan a contener. ¿Cómo denominar, por ejemplo, al espacio que aparece entre dos extraños cuando uno le pregunta al otro una dirección, o cuando volteo mi cuerpo hacia la pared para producir una zona de calma en la que el viento cese y pueda prender mi cigarro? ¿Cómo llamar a este espacio que ordena las sillas alrededor de la mesa, que ha aparecido al sentarnos para compartir comida o jugar dominó, que ha quedado cargado de polvo, luz, olor, conos de sombra, resonar de palabras y también del silencio dejado por aquello que pude decir pero preferí callar ante la elocuencia de una mirada que a su través me fue dirigida?

EL ESPACIO BAJO LA SILLA

FICCIÓN, ND

 

ARMAZÓN DE VOLANTÍN

Somos cuatro los que estamos sentados, uno a cada lado de la pequeña mesa cuadrada. Los trayectos posibles de la conversación, suponiendo que siguen las líneas rectas que trazan nuestras miradas al cruzarse, dibujan un rombo con una cruz inscrita que flota sobre el mantel a la altura de los ojos, estructura parecida si se le ve desde arriba, al esqueleto de madera de un volantín al que no se le han pegado aún sus respectivos papeles de colores. Si alguien abandona la mesa, o deja de conversar tal como lo estoy haciendo ahora al bajar la vista y elaborar este pensamiento —que me libera de tener que hablar de cualquier cosa para llenar los silencios cada vez más frecuentes que han empezado a sucederse—, esa estructura queda inmediatamente reemplazada por una más simple, triangular, para la que no encuentro ahora un símil tan preciso como para aquella otra lo fue el del armazón del volantín.
—¿En qué piensas? —me acaba de preguntar Irisia, en un tono firme, pero a la vez ansioso por compartir lo que quiera que sea para no seguir contribuyendo con mi silencio a la incomodidad de nuestros invitados; un tono que oculta nerviosismo además, pues si formulo la respuesta que ella sabe ya tengo elaborada, podríamos quedar, a menos que cambiásemos radicalmente de tema, inmersos en un silencio aún más profundo. Si digo —pienso en la silla en la que estoy sentado, todos bajarán la vista o mirarán hacia otro lado, y ella tomará mi mano por debajo de la mesa como para decir, «de acuerdo, mantén tu silencio». Probablemente ninguno insista en volver a tocar ese asunto que, en el ámbito de la relación que manifestamos ahora sobre el mantel, no amerita más comentarios; ninguno insistirá en visitar nuevamente los rincones de aquella profunda crisis que produjo en mi la renuncia a seguir diseñando y construyendo apasionadamente mis sillas.

SEMEN DE SILLA

Cada vez que me pregunto qué silla aparecería si pensase en volver a construir una, lo que surge recurrente es la imagen difusa de un mueble abultado, de ese semen de silla como lo llamaba el maestro Mó, parecido al grueso empaste en el que un escultor empezaría a modelar una forma primitiva; o quizá, a la atroz superposición, en una sola, de todas las sillas que, con las alusiones y añadiduras del uso, podría uno alguna vez haber visto. La última imagen a la que recurrí, por ejemplo, fue al resumen en un solo mueble, de esos disimiles y memorables pares de sillas que vi enganchados a una hilera de mesas de ajedrez dispuesta paralela al borde de alguna calle; pares todos que vibraban al infinito encajados a la potencia voluminosa de la configuración de piezas sobre cada uno de aquellos tableros. Un asiento de ladrillo y tablas puesto frente a una silla de plástico con el emblema de una cervecera en el revés, un taburete de madera hecho con un cajón desarmado confrontado a una vieja silla de tubos metálicos y superficies pintadas de colores primarios, y la rebanada de un grueso tronco enfrentada al resto de una silla de oficina sin respaldo ni apoyabrazos, eran sólo algunas de las combinaciones de vitalidad invaluable que recuerdo, y que tan poco importaban a aquellos jugadores como poco en realidad importa, a estas tres personas, la presencia anodina de las sillas en las que estamos ahora sentados; presencia que me produce el mismo embotamiento que me asalta cada vez que trato, tras mi crisis, de dibujar una nueva silla, y para salir del cual ensayo ahora con la escritura de unos breves poemas:

mesa es máquina, centro y eje
silla trono; es ilusoria

EL GREMIO

El grupo, ocupado en proponer sillas siempre novedosas en el que solía trabajar antes de pasar a esta quietud en la que gasto ahora el tiempo, descubriendo estructuras que subyacen a las cosas o escribiendo poemas, aún publica su famosa revista; un documento cuya portada todavía presenta la imagen del mueble más reciente creado por el gremio, acompañada de sendos titulares que resuman su ontología; titulares que yo mismo muchas veces ayudé a redactar y de los que en especial recuerdo: «búsqueda de rótulas-clave para viejas mecedoras», «proyecto de sillón para pequeño curul», o mi preferido, sobre los «diez axiomas que definen la naturaleza del asiento del cuerpo». Recuerdo aquel hermoso número de la revista con el que, a mediados de los noventa, hacíamos referencia al instante mágico en el que quedamos deslumbrados por la aparición de las primeras piezas, tan sencillas y a la vez llenas de modernidad, construidas por el gran Mó Tza; piezas hechas en el extranjero pero que la condición unitaria del continente hacía parte de una búsqueda también nuestra. Desde ese instante, cada imagen de la última silla producida por el artista pasó inmediatamente a integrar nuestro sillarium local, y a ser atesorada como una suerte de hallazgo, de objeto precioso para hacer nuestro y pasar al otro como quien comparte un trago o un cigarro en una reunión de amigos. ¿Cómo nadie había descubierto antes esas cualidades tan sobrecogedoras que por su simpleza parecían tan obvias? —¡Cómo no se me ocurrió a mí! —pensaba más de uno. Pero luego de que la fiebre Tza dejara sus marcas indelebles en todos nosotros, lo otro, lo posterior hecho por él mismo, si bien superior en maestría, comenzó a pertenecer a un universo de cosas menos arcaicas, menos sinceras quizá. En sus sillas más recientes la geometría secreta de lo mínimo, tan típica del primer Tza, aparece rodeada de ideas inventadas no por él, sino por los nuevos «analistas del buen sentarse», resultando en objetos que ya no están dedicados al apasionado de la silla pura, sino al connossieur de la ergonomía de un mueble de corte más bien social. Cada nueva silla suya, bien podría decirse, es ahora un poco más predecible. Y así fue que vi lo que tanto atesoraba convertirse en asiento del mercado; así fue que decidí, aunque sigan siempre impresionándome los viejos diseños, dejar de hacer sillas.

MÁS ALLÁ DE LA FICCIÓN

¡Qué absurdas estas cuatro sillas iguales en las que estamos sentados! Da lo mismo estar en ésta o en cualquiera de las otras tres, pues ninguna posee nada particularmente memorable. ¿Cómo nos veremos desde afuera?, ¿desde arriba?, ¿desde el centro de la mesa en torno a la cual no hay realmente cuatro sillas sino siempre una y la misma? Miro hacia abajo, y lo que veo son sin duda los pedazos de una silla asomándose a cada lado y entre mis muslos, y esa mano que toma la mía para acompañarme en mi silencio comprendiéndolo, pero sin dejar de sostener que no es más importante la opinión de quien hace la silla que la de aquel que quiere sentarse para pensar en todo, menos en ella; que no es menos silla la silla por ser sólo algo tirado ahí para que el cuerpo no tenga que apoyarse directamente en el suelo, por ser sólo un lugar mudo contiguo a la mesa en el que, como en el vaso de vino o la concavidad de la cuchara, el cuerpo simplemente se refleje. Y aunque todo eso pueda ser cierto, no lo es menos el hecho de que para una silla puesta debajo de mí, éste cuerpo pueda también ser uno que ella misma va a moldear desde el punto inicial en el que todos somos un cuerpo más o menos general que la necesita; un bulto extraño al que ella va a instruir sobre comunión y soledad, y que intencionalmente va a desarticular, dado que la historia que le va a narrar será real en la medida en que le imponga una especie de estatuto, uno según el cual no será ella un simple mueble sino la parte tácita de un sistema que lo va a prolongar como haría una prótesis. ¡Y ése es el punto! Sobre un mueble, el cuerpo no debería volverse pasivo ni dejarse calibrar desde afuera mientras cuelga huésped; sobre una verdadera silla, el cuerpo no debería poder mostrarse cada vez menos en detalle, o cada vez más como una mera ficción que el artefacto de cuatro patas, asiento y respaldo articula al presente en un constante movimiento hacia un fin inalcanzable maniobrado convenientemente desde afuera. Aún prefiero pensar el mueble como una experiencia compleja, capaz de hablar de todo o de nada, frente a la cual no nos hacemos ningún favor suponiéndola sobreentendida; aún prefiero pensar la forma de la silla como algo esencialmente inasible que está aquí, pero no como se aparece a mi conciencia en la mayoría de las otras sillas, sino como una forma que trabaja para un cuerpo que no debe ni puede ser extraído como patrón. Prefiero pensar que la silla para mi cuerpo sí existe formándose más allá de cualquiera de estas ficciones, en un arreglo que no me va a herir al alzarme porque, como emancipación de la propia idea de silla, junto con permitirme descansar de todas las otras sillas, me será palanca firme con la cual abrir o afirmar el suelo declarando la supremacía de mi cuerpo.

CASAS

En lo que respecta a estas cuatro sillas, si bien a lo que en cada caso llamamos silla es a uno de los cuatro rebotes similares de la luz que baja del foco central en el techo, o a cada una de las vistas dirigidas desde un ángulo distinto al mismo objeto, el espacio que, entre el suelo, el reverso del asiento y las cuatro patas hay bajo cada una, y sobre el cual —aunque hayamos caminado a su alrededor de aquí para allá llevando platos a la cocina, o nos hayamos instalado toda la noche sobre él para conversar hasta quedar con la voz seca— nadie haría un comentario, es un cajón de sombra único e inédito, no sólo porque la fuente de luz en el techo esté desfasada respecto al centro de la mesa y arroje una sombra distinta al interior de cada uno, sino porque lo que dentro de cada interior fluye es de esencia eminentemente singular. Eran casas, cuando niños; recintos de los que uno se apropiaba y que se recorrían en una secuencia que llevaba a la nave central que se formaba bajo la mesa. El que estaba tras el mueble de madera era más acogedor que el de la silla de al lado, que se abría hacia el living como una puerta, que el de la silla del fondo, que era frío y estaba confinado hacia el muro, o que el de la silla que daba al ventanal de la terraza, que era tan luminoso como una ventana.

SILLA VOLCADA

Quisiera tomar una de estas sillas y voltearla sobre la mesa, tal como hacen en bares y restaurantes al cerrar para barrer del suelo la mugre acumulada; habría al menos algo interesante de qué hablar. Qué distinta se vería la silla al revés; sería una suerte de tarima dispuesta para que alguien se posicione y tome la palabra; un podio vacío, inestable y teórico en el cual poder ubicar una escultura, o sería una escultura en sí misma. La silla volcada, ya al margen de cualquier pensamiento externo al propio armazón de cuatro patas y respaldo, fundaría así una nueva arquitectura de resistencia a la propia cultura de las sillas y su uso como fondos sobre los cuales recortar sus figuras en negativo, y de apoyo a su uso como anclas o asideros para preservar en la memoria, tanto la noción de una silla ancestral como del necesario Apocalipsis constante del concepto mismo de silla. Tras el acto poético y subversivo de voltearlas, cualquiera de estas cuatro sillas se convertiría así en un artefacto capaz de ser usado de dos maneras excluyentes: para sentarse o para poder recordarlo como una invención. Se me ocurre entonces que bien podría incluirse, junto al manual del usuario que indica «ármelas, ordénelas alrededor de la mesa y siéntese» (y que viene dentro de los kits de cuatro, seis u ocho piezas), otro alternativo titulado «manual opcional para quien quiera volver a ver la silla como una invención». Poseería básicamente dos instrucciones: 1.- ponga la silla patas arriba y percíbala, 2.- voltéela nuevamente y juegue bajo ella como un niño.
Siento que esbozo una sonrisa y que nuevamente oigo su voz preguntando —¿en qué piensas?, dudando de si no es ésta la primera vez que me lo ha preguntado. Me inquieta pensar en el tiempo y el derroche de palabras que conlleva, dado lo que en él transcurre comprimido en una frecuencia imposible de ser transcrita, explicar un breve pensamiento, que quizá no debería nunca haber sido sacado de la caja curva que lo contenía.

RETORNO A LOS OBJETOS CONCRETOS. SIMMEL, DESDE LA ESTÉTICA DEL ENSAMBLAJE

ENSAYO, ND

PUBLICADO COMO: ‘RETORNO A LOS OBJETOS CONCRETOS. ESTÉTICA DEL ENSAMBLAJE’
EN: ‘CIUDADES DE GEORG SIMMEL. LECTURAS CONTEMPORÁNEAS’
FRANCISCA MARQUEZ (ED.). UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO. SANTIAGO, 2012
CAP II. PP.163-173

INTENCIÓN

A continuación, se examinará dos ensayos breves de Georg Simmel: Puente y puerta de 1903 y El asa de 1911; interesantes artefactos literarios que, entre sus mayores cualidades, y desde un punto de vista formal, destaca la de hacer descansar su claridad conceptual en la posibilidad que dan al lector de deducir su todo a partir del reconocimiento de la individualidad de las partes que lo estructuran; es decir, de entender literalmente su condición de ensamblajes. Hacia el final, se reflexionará sobre el hecho de que los propios sujetos de análisis de los ensayos —las maniobras de liberación de la subjetividad que ejecutan los individuos dentro de los sistemas sociales constrictivos en que viven, y que decantan en las alegorías del puente, la puerta o el asa— son también, y de allí su cualidad expresiva, visibles ensamblajes de partes.

ASSEMBLAGE

Cuando nos atrae la forma de un objeto tecnológico —un automóvil por ejemplo—, dada la armonía de las líneas de su superficie o la gracia de su desempeño, damos por hecho que responde a la unión óptima de unas piezas, porque sabemos que es el estado actual, o concreto, de una idea que lleva mucho tiempo madurando entre dos extremos abstractos: el de su forma primitiva como invento y el de un futuro en el que el resultado será aún más eficiente y seductor. Sus piezas, dentro de lo que constituye un sistema cerrado en evolución, se han ido redefiniendo constantemente por leyes internas propias, apareciendo o desapareciendo unas en atención al desarrollo orgánico de otras, siempre con miras a una más perfecta articulación. Aunque no sepamos exactamente bajo qué complejos procesos de armado ha aparecido, esa forma visual resultante nos persuade, en una persuasión que sería estética, de su eficiente complexión.
Existen otros artefactos que, bajo la lógica del hombre común, han sido armados con partes tomadas directamente del mundo. Los artefactos que produce este sistema abierto no son la concreción momentánea de un abstracto, sino que son, en sí mismos y en atención a que no evolucionan: concretos; o se conservan ya hechos o en su estar haciéndose o desaparecen. En ellos, bien podría acordarse que, dado que quien los observa puede mentalmente separar sus partes, porque las reconoce en su identidad y las puede devolver a su lugar de origen conociendo intuitivamente además algo de esa franja de espacio vivido del que se extrajeron, su contemplación directa, que es también estética, da a entender literalmente el cómo fueron armados o ensamblados, con la entrega además y en ese mismo entendimiento literal, de un sentido o una posibilidad de uso. Desde la pequeña mesa hecha colocando dos ladrillos bajo una tabla, pasando por un texto o un discurso político, hasta la ciudad misma si la entendemos como obra colectiva a partir de fragmentos, se trata de ensamblajes cuyas partes se amarran, pegan, atornillan, apoyan o simplemente acercan de forma manual. En el ámbito del arte, asimismo, la palabra assemblage nombra objetos de ése tipo; constructos que hace un artista cuando descubre que puede expresar una emoción o un sentido aproximando, yuxtaponiendo o combinando partes no concebidas artísticamente ni diseñadas de antemano para estar juntas, sino sacadas directamente de la realidad para integrarlas, conservándoles su identidad, en el cuerpo de un nuevo artefacto. La palabra, fue incorporada al léxico del arte moderno a comienzos de la década de los cincuenta, aunque muchos artistas, como Marcel Duchamp o Kurt Schwitters, ya venían trabajando con este tipo de artefactos desde hacía décadas en una práctica similar a la del collage. Pero mientras un collage tendía a combinar cosas sobre un espacio plano y delimitado como el de un cuadro, estos ensamblajes lo hacían directamente en la tridimensionalidad de nuestro espacio vivencial, real; único soporte en el que pueden colapsar en un mismo artefacto aquellas cosas que la experiencia cotidiana ha separado en compartimientos bien diferenciados —el de los desechos, el de los utensilios, el de los objetos artísticos, el de los materiales de construcción, el de las ideas, el de los ruidos, el de las palabras, el de las cosas técnicas, el de las acciones humanas. Hay, desde luego, una diferencia radical entre aquello que deja reconocer un ensamblaje artístico y lo que deja reconocer uno utilitario, aunque en ambos es algo inmaterial que puede ser extraído y reinstalado en otro ensamblaje como cualquiera de sus otras partes materiales. Mientras el ensamblaje artístico nombra ese objeto lógico o ilógico que lo motiva, y quien lo ve puede sólo limitarse a interpretarlo, el ensamblaje utilitario hace aparecer su motivación como algo incontrovertible. En otras palabras, mientras sólo Duchamp pudo extraer la motivación duchampiana que sostenía su rueda de bicicleta sobre el taburete (fig.1) y reinstalarla en otro ready-made —como el urinario con la firma «R. Mutt» rayada en él—, el eidos «mesa» o «asiento», que aparece al apoyar la tabla horizontal sobre los dos ladrillos, puede ser trasladado a otro ensamblaje por cualquier persona.

ARTEFACTOS LITERARIOS

En el reino de los objeto literarios, si bien la gran mayoría se arma con el propósito de decir algo pleno de sentido apoyándose en una relación de palabras dispuestas en el contexto de una hoja o de un libro, también, y por el motivo de suscitar una distinta legibilidad, los hay hechos bajo esta estética del ensamblaje. Entre los más breves y sintéticos, se encuentra en la cultura japonesa, el haiku, ese escrito que a pesar de ser completamente inteligible, y tal como expresaba Roland Barthes, «no quiere decir nada» (p.16), porque «no es un pensamiento rico reducido a una forma breve sino a un acontecimiento breve que encuentre de golpe su forma justa»[1] (p.17). El haiku, que para el occidental sería una suerte de poema brevísimo es, para el japonés, un sencillo artefacto utilitario, familiar y tan trasladable como una silla, que narra tres observaciones de la realidad ensambladas en un aquí y un ahora intrascendente; que sin emitir opinión alguna, se debe leer entendiendo la reunión de las sentencias individuales como un acto de contemplación en el que el lenguaje enmudece y se muestra sólo como un recurso material; una concreción súbita que no es muy fácil de captar por el lector occidental, quien al no poder concebir un texto sin discurso, e intentar interpretarlo o bien decretarlo un sinsentido, lo destruye.[2]
En occidente, sin llegar a la renuncia del contenido, pero sí en busca de una distinta claridad de lectura, hay también algunos textos que optaron por esa sintaxis basada en exhibir el ensamblaje de sus partes. Esa opción se hace sobremanera evidente en los breves ensayos Puente y puerta y El asa del sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel, aquí reseñados; textos que, sin dejar de ser científicos, reducen a un mínimo la dimensión explicativa en virtud de la intencionalidad de las figuras que comparecen: elementos provistos de una identidad tan marcada en el mundo vivido y onírico del lector, que con simplemente aproximarles las ideas de fondo, éstas se prenden firmemente a ellos, alcanzando el breve texto, en el acto, la profundidad conceptual deseada. En este desplazamiento que el autor propone, y a diferencia de otros textos en los que toma como excusa un sentimiento como la coquetería o la avaricia, las figuras aludidas las constituyen las efectivas cosas materiales que suscitan los vocablos puente, puerta o asa, que el lector calza sin problemas en un puente que recuerda, en la puerta de su casa o en el asa de la tasa en que bebe al momento de la lectura. Quien ya conoce a Simmel leerá de inmediato en estos ensayos, la profundidad psicológica que ya ha aparecido en sus otros escritos: el principio heurístico en la distinción entre forma y contenido y la narración de la fatalidad que subyace a la cultura moderna dada la condición paradojal, dual, del sujeto; parte conceptual que ha migrado entre unos y otros escritos y que, a diferencia de lo que ocurre con los ensamblajes plásticos, por ejemplo con los de Duchamp, donde a pesar de migrar de obra en obra el concepto permanece enigmático, se traspasa como tesis científica; una, que bien el lector pudo haber ido reconstruyendo con nitidez en la lectura acumulativa de los textos, pero que, gracias a la claridad de las figuras que la hacen aparecer en estos breves ensayos, se le aparece también incipiente, como una grata sorpresa, a quien recién empieza a familiarizarse a través de ellos con la obra del teórico alemán.
Si insistimos en las analogías con el artista plástico, bien podría decirse que, si en los textos que tratan de sentimientos o actitudes —como la avaricia, la coquetería, la cita o la aventura— Simmel emuló el gesto de un pintor o un escultor luchando con la piedra o el pigmento para convertir arquetipos en imágenes, en estos breves ensayos, que trabajan con la alusión directa a cosas materiales, su acción se equiparó más a la de un ensamblador extasiado ante la identidad de unas partes que simplemente encontró e hizo colapsar crudas y actuales con el objeto lógico y atemporal de su pensamiento. Para Simmel, tanto el puente y la puerta fueron, como lo habrían sido para un artista plástico, figuras en las que lo no visible iba a aparecer fácilmente al dirigirles una mirada más profunda; en el último párrafo de Puente y puerta, en efecto, escribió: «si bien la frecuencia con que la pintura emplea a ambos [los modelos puente y puerta] también se puede atribuir al valor artístico de su mera forma, existe, sin embargo, también aquí, aquel encontrarse pleno de misterio con el que la significación puramente artística y la perfección de una imagen se muestra siempre al mismo tiempo como la expresión más exhaustiva de un sentido en sí no visible, espiritual o metafísico…».
Enormemente placenteras de leer, las imágenes a las que cada uno de estos ensayos nos acercan resultan tan claras como la propiedad, que comparten, de ser instrumentos de sondeo en la profundidad a la que pretenden trasladar al lector. Tanto es así que, en la introducción de Imágenes momentáneas, Esteban Vernik señaló que, en efecto: «en su intento por captar el espíritu evanescente (…) Simmel recurrió a un principio de conexión entre el nivel superficial de lo observable en la vida cotidiana y el nivel de los valores últimos»; principio que en su Filosofía del dinero refirió al trazado de una «línea directriz que iba desde la superficialidad del acontecer económico hasta los valores y significaciones últimos de todo lo humano»[3] (pp.18-19) y que en otro texto, citado también por Vernik, refirió a «un anhelo metafísico, uno solo, que se manifestase equilibradamente en la relación buscada entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea»[4] (p.135). Otthein Rammstedt, en el posfacio de las Imágenes momentáneas, también se refirió ese principio de conexión señalándolo como la acción de poder ver, en cualquier detalle de la vida, la totalidad de su sentido, al considerarlo como una «sonda» o «plomada» —un término que ya habían usado Nietzsche y Schopenhauer— «enviada por el individuo no mediado —como escribió Simmel—, el que simplemente existe, a la capa de las últimas significancias espirituales»[5] (p.130). Trasladado todo esto a los ensayos reseñados, la imagen resulta elocuente; una puerta, un puente o un asa, están atascados en la costra agujereada de la superficie, sin poder atravesarla ni moverse, atados al peso enorme de un objeto lógico que pende de ellos hacia un vacío profundo. En un movimiento muy cercano al de un artista ensamblador, Simmel quiso deducir, desde un reconocimiento intuitivo, desde una contemplación estética dirigida a cosas individuales encontradas directamente en la realidad, la totalidad del sentido de la vida.
Construida así la imagen formal a la que recurren, puede vislumbrase ahora la profundidad a la que estos ensayos asoman. En ellos, Simmel comienza indagando en lo aparentemente obvio: que un puente une dos bordes mientras los separa y que impone una dirección ofreciendo al mismo tiempo la libertad de decidir en qué sentido se cruza; que una puerta en un muro permite aislar lo propio de lo ajeno otorgado también la libertad de transgredirla para regresar cuando se desee; y finalmente, que un asa pegada a un recipiente permite accederle funcionalmente sin cuestionar sus formas, sean voluminosas, texturizadas o indiferentes a la transmisión térmica del liquido que contienen. Estas tres figuras, diminutas en lo cotidiano, se tornan después monumentales al usarse como analogías de los constructos especializados que arman las personas en sus relaciones con los sistemas sociales más o menos estables que los rodean; para lograr expresar libremente, en ellos y fuera de ellos, su subjetividad.
Cuando Vernik señalaba, también en la introducción a las Imágenes Momentáneas, que T. W. Adorno, a pesar de sus desacuerdos, había reconocido que Simmel, en tanto filósofo de lo cotidiano, había sido «el primero, a pesar de su idealismo psicológico, en efectuar un retorno de la filosofía a los objetos concretos» (p.21), o cuando Rammstedt, en el posfacio del mismo texto, señalaba que sus ensayos «trataban de cosas fugaces y poco llamativas de nuestro mundo vivencial, de cosas que parecían contradictorias en sí, que encerraban paradojas, que no exigían ser solucionadas, sino que, como paradojas, era socialmente funcionales» (p.134), se referían a Simmel como un observador de las conductas sociales de ese «ser fronterizo que no tenía ninguna frontera» (Puente y puerta); un observador que luego se ocupaba de encarnarlas en acciones materiales simbólicas concretas; la de hacer un marco, usar una máscara o implementar un coqueteo, una aventura, un juego o una cita, por ejemplo; o como sucede en estos ensayos, la de tender un puente para unirse a cosas que a la vez se desea mantener cautelosamente distantes; usar puertas para confinar un espacio privado que permita desarrollar las infinitas formas del ser, pero en el seno mismo de las limitaciones y la terrible finitud que el orden social y el convencionalismo exterior le imponen; o la de instalar un punto de asidero eventual, una junta de conexión, que desde su círculo estrecho, permita penetrar el círculo externo que desde fuera lo articula, tal como dice el autor en el ultimo párrafo de El asa: «como si fuese el brazo que uno de los mundos —sea el real, sea el ideal— extiende para alcanzar al otro y atraerlo a su interior, y para dejarse alcanzar y atraer a su interior por el otro» sin que ello implique rupturas sino la consecución de una unidad formal.

OBJETOS CONCRETOS

Esos puentes, puertas o asas, esos paradójicos aparatos de supervivencia que las personas instalan entre sí, esas sutiles maniobras de mediación añadidas in vitro al mundo y que diagnostican que los hombres modernos solo pueden mantener su humanidad si aproximan artificialmente los limites abstractos de lo individual y lo colectivo, de la subjetividad y la necesidad; esos «objetos concretos» que operan sutilmente todos los días en los ámbitos de cotidianidad y a los que Simmel constantemente volvía son, en sí mismos y cuando nadie los mira o escribe sobre ellos, sendos ensamblajes de partes tomadas del mundo por la lógica del hombre común; y por tanto, formas estéticas portadoras de una belleza que aparece al hacerlos sujetos intencionados de análisis; por ejemplo, al verlos ocurrir con toda naturalidad en otra cultura pero constituyendo un exotismo para el observador. Recordemos al Barthes de los setenta asombrarse al ver en las calles del Japón, formas sociales muy concretas pero extrañas al occidental; «…en la calle, en un bar, en una tienda, en un tren, acontece siempre algo; ese algo —que, etimológicamente, es una aventura— de orden infinitesimal —escribía—, es una incongruencia de ropaje, un anacronismo de cultura, una libertad de comportamiento, un ilogismo de itinerario…»; eventos que «sólo brillan en el momento en que se los lee, en la escritura viva de le calle». Y «lo que esas aventuras dan a leer (allá soy lector, no visitante) —expresaba—, es la rectitud del trazo, sin estelas, sin margen, sin vibración; tantos comportamientos pequeños (de la vestimenta a la sonrisa)», «que parecen decirme a su manera, como el joven ciclista que lleva en su brazo alzado una charola de arcilla; o la muchacha que se inclina con un gesto tan profundo, tan ritualizado que pierde todo servilismo», que son «la materia misma del haiku» (p.18). Dirigiendo entonces una mirada intencionada a nuestra propia cultura, sería posible captar estéticamente un sinfín de hechos efímeros de relación que trasgreden los límites de lo que normalmente sería de esperar. Recuerdo, por ejemplo —con mucho de puente o asa, pero también de aventura o leve coquetería, si se remite al imaginario simmeliano—, al barrendero que solía colocar tres montículos de hojas secas atravesados de manera estratégica en la ciclovía, de modo que al menos sobre uno de ellos, dispersando las hojas, la siguiente bicicleta tuviese que pasar. El ciclista sentiría probablemente algo de culpa y enojo, y el barrendero habría logrado, en el nivel más tenue, que sus miradas se cruzasen, y en el más aparatoso, un intercambio de palabras que probablemente terminaría en un apretón de manos y en el intercambio de saludos cada vez que, de allí en adelante, sus individualidades se encontrasen en la ciclovía; un ensamblaje, por lo demás, que aproximaba las subjetividades de dos personalidades disímiles articulándolas en el marco del sistema social y cultural que las contenía a ambas.
Estas síntesis de las realidades opuestas de lo «transitorio y lo eterno» en un ensamblaje, parecen siempre tener algo de «artístico». Y Simmel admitió que donde mejor las encontraba encarnadas era, en efecto, en el objeto artístico. En Acerca del problema del naturalismo escribió: «Sólo cuando entendamos que el arte significa aquel tercero —igual de alejado de la realidad como de la arbitrariedad subjetiva—, y que éste consiga de este modo que el impulso subjetivo naturalista del creador, su libertad, genere aquello que es necesario según las exigencias objetivas del arte, solo entonces podemos empezar a ver porqué en la gran obra de arte se anula el carácter de contrario de las otras dos grandes contradicciones que suelen repartir nuestra relación con el mundo: la libertad y la necesidad».[6] Esta afirmación, que alude directamente a esa conciliación inalcanzable a la que aspiraría la experiencia estética de la modernidad, de saldar la fisura entre sociedad e individuo en un acto consciente de su inaplicabilidad, esencialmente fatalista pero al mismo tiempo constructivo y liberador en su impulso congénito, describe exactamente la fisonomía inquietante que, a la vuelta de unos pocos años, adquirirían algunos de los más conmovedores y preciados objetos paradigmáticos de la vanguardia artística de principios del siglo veinte; dos de ellos: el Cuadro negro sobre fondo blanco del suprematista ruso Kasimir Malevich (1878-1935) (fig.2), y la casa Moller, del arquitecto austríaco Adolf Loos (1870-1933) (fig.3). En el cuadro, pintado en 1913, la mancha negra, plana y cuadrada que aspiraba a no representar nada, terminó representando, en palabras del propio autor, el vano de una ventana oscura en la que en cualquier momento se asomaría un rostro. El cuadro se transformó de ese modo en un puente, en una estructura que, al tiempo que dejaba un testimonio de la existencia de lo abstracto, anunciaba nuestra imposibilidad de experimentarlo como tal. En la casa Moller, proyectada en Viena en 1927, una fachada simétrica e inexpresiva ocultaba, sin contradecirlo funcionalmente, un interior de espacios libres y fluidos. T. W. Adorno opinaba que la obra de Loos «jamás soldaba la fractura entre sujeto y objeto, y antes que fingir una conseguida conciliación, prefería quebrarse» (Tafuri y Dal Co. P.118). Para Loos, ciertamente, la casa era una especie de objeto paradójico, un templo para la vida en cuanto era capaz de preservar su hermetismo; «la casa —escribió Loos— no debe expresar nada al exterior. Toda su riqueza debe manifestarse en su interior» (1993. pp.61-69); «es un recinto racional, impenetrablemente neutro. No puede leerse pues no dice nada; más bien hace algo» (p.12). La casa era un elemento de discontinuidad como una puerta, que también poseía una máscara, y que era a la vez un puente o un asa que facilitaba la continuidad de la vida. Ambos artefactos poseían esa belleza superior que Simmel, refiriéndose a la unidad formal del asa con su vaso, denominó «supraestética», y que aparece cuando el objeto permite ver, en su constitución, la dualidad de la que precisamente surge.[7]

ENSAMBLAJES

Respondiendo a esas mismas fuerzas ingeniosas y creativas en el ámbito de lo eventual, volvamos a esos armatostes materiales que abundan en las calles hechos espontáneamente por las personas a partir de una reunión simple de cosas halladas a la mano propensas a ser unidas. Son también paradojas, estructuras que quedan abandonadas como testimonio de los roces en las relaciones sociales y los desfases de la vida cotidiana; objetos concretos susceptibles de contemplación estética y, por qué no, haikus de occidente. Entre ellos podría mencionarse: la silla del cuidador de automóviles en un estacionamiento compuesta por restos de dos muebles; el asiento que se formaliza al atornillar una tabla a un grueso tronco cortado y que aprovecha el tronco alto y más delgado de otro árbol adyacente como respaldo y sombra; el alambre atado a un par de bloques de cemento improvisadamente constituidos que, al separarse, forman una barrera que evita que los automóviles se estacionen, o la vivienda emplazada en el interior de un container auxiliada por un baño químico adosado y un tanque de agua instalado en el techo. Son artefactos que simplemente suceden, que dialogan con la totalidad sin buscar respuestas, pero que no contradicen la continuidad de la cultura; que se resuelven en una irresolución que es estética —o supraestética, en términos de Simmel— porque logra, como sin proponérselo, hacer colapsar lo infinitamente incalculable en un modesto ensamblaje.


[1] Barthes apunta que «el número, la dispersión de los haiku, por una parte, y la brevedad, la integridad de cada uno de ellos, por la otra, parecen dividir, clasificar el mundo al infinito, constituir un espacio de puros fragmentos, un polvo de acontecimientos que, por una suerte de desherencia de la significación, no puede ni debe coagular, construir, terminar, dirigir nada. Esto se debe a que el tiempo del haiku carece de sujeto: la lectura no tiene otro yo que la totalidad de los haiku, de los cuales este yo, por refracción infinita, no es más que el sitio de la lectura» (p.17).
[2] «El quehacer del haiku —apunta Barthes— es que la exención del sentido se lleve a cabo a través de un discurso perfectamente legible (contradicción denegada al arte occidental, que no sabe oponerse al sentido más que volviendo su discurso incomprensible), (…) esa suspensión del sentido que nos resulta la cosa más extraña puesto que vuelve imposible el ejercicio más corriente de nuestro habla, que es el comentario» (pp.18-19).
[3] Citado por Vernik como: G. Simmel, Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, p.11.
[4] Citado por Vernik como: G. Simmel, Aus einer Familienchronik (De una crónica familiar, 1916, 1918), sin publicar, se edita en GSG, vol. 24.
[5] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: “Rembrandt”, GSG, vol. 15, p.311.
[6] Citado por Rammstedt como: Georg Simmel: «Zum Problem des Naturalismus» (Acerca del problema del naturalismo), GSG, vol. 20, pp. 220-249, 242.
[7] Rammstedt, señala, el el posfacio de las Imágenes momentáneas, que: «en la nota en que, haciendo balance de su vida, [Simmel] se pregunta qué logro científico suyo habría de considerarse una aportación al desarrollo del espíritu, menciona, en el apartado de la metodología, que su Filosofía del dinero, es el ‘intento de desarrollar a partir de un solo elemento cultural la evolución cultural interna y externa entera, de entender la línea individual como símbolo de la imagen global’». Simmel, apunta Rammstedt, remite específicamente al «tipo de trabajo sobre el asa, las ruinas, el marco, el puente y la puerta y otros, en los que se muestra que cualquier pequeña superficialidad esconde un canal que la une con las últimas profundidades metafísicas», que, citando al propio Simmel: «Surgen a partir de un anhelo metafísico, uno solo, que se manifiestta equilibradamente en la relación buscada  entre la parte y el todo, la superficie y la profundidad, la realidad y la idea» (pp.134-135)

Barthes, R. (2007). El haiku. En: R. Barthes. En: El imperio de los signos. (6a.ed. pp.15-20). Barcelona: Seix Barral.
Loos, A. (1993). Arte vernáculo. En: Adolf Loos. Escritos II. 1910-1932, (1a.ed.). Madrid: El Croquis Editorial.
Simmel, G. (2007). Imágenes momentáneas, sub specie aeternitatis. (1a.ed.). Barcelona: Gedisa.
Simmel, G. (2001). Puente y puerta. En: El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura. Barcelona: Península.
Simmel, G. (2002). El asa. En: La aventura. Ensayos de estética. Barcelona: Península.
Schorske, C. (1988). Rebelión en Viena. En A&V N°15
Tafuri, M., Dal Co, F. (1980). Arquitectura contemporánea, (1a.ed.). Madrid: Aguilar Editores.

ANCLAS

APUNTE, ND

Caminaba hacia la Plaza Sotomayor, lugar de la gran fiesta frente al puerto. Persistía en el aire el humo residual del espectáculo pirotécnico que hacía unos minutos había celebrado la llegada del año nuevo en Valparaíso. Los relieves sinuosos de las fachadas oscuras de la calle Prat me iban revelando sus detalles al tiempo que la música se me iba revelando cada vez más nítida. Al llegar al espacio abierto, la densidad de la masa humana fue tal, que sólo pude caminar por el borde para regresar enseguida tomando la siguiente calle paralela; un estruendoso y breve paso que me permitió, tras la alegría histérica de miles de miradas desbordadas de tanto reír y abrazar extraños, registrar los sucesos ocurridos en los bordes; escenas que, como postimágenes, fui evocando en el trayecto de regreso.
Vi el Monumento a los Héroes quieto en el centro con la serie de edificios públicos de fondo, cerrados, oscuros y mudos, limitándose a definir el cubo de aire en el que todo sucedía. Vi en los suelos residuales de las esquinas frente a los zócalos, compartiendo comida con alguno de los invariables perros de la calle, pelados de sarna, que a diario duermen en esas aristas tras rondar los restos acumulados, personas sentadas sobre mantas triangulares. Vi gente durmiendo en aceras de las cuales otros levantaban manteles cuadriculados, juegos de dominó inconclusos y pequeñas despensas instaladas desde temprano para asegurarse un lugar de observación de los fuegos artificiales. Vi frente al anuncio incandescente de un paradero de bus inutilizado, la silueta de un cuerpo defecando en cuclillas, y hacia los callejones, círculos de figuras oscuras en varias posiciones frente a bares limítrofes negociando su ingreso a eventos «más intensos» ocurriendo tras los muros, sin darse cuenta de que era probablemente la idea, más que la necesidad de estar allí adentro, lo que les urgía.
A la mañana siguiente todo volvía a estar seco y conciso en ese vacío pestilente en el que ya no había nada, salvo las huellas de los puntos de anclaje final del intrincado artefacto que había ocupado el espacio la noche anterior; tan intrincado como los cruces ortogonales de miradas que unieron a desconocidos en esas áreas triangulares improvisadas, y tan aparentemente aleatorio como las arrugas de los manteles tras el cese de la furia de varias jugadas hechas con golpes de dados, fichas o naipes. Así se sentía la plaza; como la pura potencia de algo que la había abandonado dejando sólo marcas y surcos en sus bordes envejecidos; como una vibración en el suelo que terminaba, como una tibieza que se enfriaba dejando saturados de humedad, ácido negro de manos sucesivas y seca orina blancuzca los zócalos de sus muros podridos; esos mismos muros de cuya mampostería inicial de tanto en tanto se va a seguir disgregando algún pedazo para caer a la calle hinchado y deformado por los golpes persistentes de los carros hechizos.

CUBO

APUNTE, ND

—El infierno es el otro —acabo de decir, después de un largo silencio y en voz alta, como si algo en mí y no yo mismo lo hubiese dicho; como para dar a entender a los demás que el asunto concluyó, que prefiero seguir conduciendo en silencio que participar en la conversación. pero el efecto es otro. Felipe (8), desde el asiento de atrás, ha comenzado a explicarnos su visión del infierno tal cual anoche la soñó. Es, en pocas palabras, la construcción de su miedo a la nada.
—Pero, no es que no haya nada; hay suelo y cielo —le digo. —Si —responde—, hay un suelo, pero alrededor y arriba lo único que se ve es algo negro, como un cubo cerrado que se aleja si uno trata de tocarlo.

CARILLLÓN DE VIENTO

FICCIÓN, ND

Subiendo por la escalera de salida del metro, la primera imagen exterior que capté fue la de un rostro, no del todo desconocido, protagonizando un gran cartel publicitario colgado de la fachada de un edificio. Peldaños más arriba, cuando apareció la fotografía de cuerpo completo, recordé que hacía unos minutos, en la estación de embarque y como sin engancharme en ella, había visto sesgada una copia del mismo cartel. Tal como la ubicación nada fortuita del cartel en ese ángulo inevitable a la mirada al subir por la escalera, todo en la fotografía del sujeto, hasta su propia apariencia «cuidadosamente descuidada», respondía a una puesta en escena intencionada que aludía al típico resultado de analizar targets en estudios de mercado; era la recreación de los atributos que una persona debía tener para identificase con el grueso de la masa diaria de viajantes sugiriéndoles, desde el primer rebote de la mirada, esa misma sensación de familiaridad.
Pero ¿y si se trataba de alguien que realmente era así, a quién con naturalidad sólo se le había tomado una foto? Con la duda, me abordó una especie de vértigo; no tanto por el acertijo circular sobre la identidad del sujeto, la naturaleza extraña de lo que llamaríamos «real» o el cómo mutan las cosas en manos de una sociedad de consumo, sino porque ésa cosa en particular, el trozo de papel puesto sobre la muralla, se me estaba presentando impreciso; a ratos compacto y simple, pero por momentos, provisto de contornos gigantes y de una sombra que le brotaba, tan colosal y difusa como la magnitud del propio aparato publicitario que habría concertado la imagen y articulado la copia mecánica del resto de facsímiles diseminados estratégicamente por las vías de la ciudad. El cartel palpitaba como un órgano muscular en mi cabeza, colapsándose sobre sí mismo algunas veces, y otras, hinchándose hasta casi explotar.
Me pareció entonces que muy pocas de las cosas que me rodeaban podían quedar contenidas en un perímetro visible, la mayoría se completaba con algo inmenso e indefinido que era parte de ellas y que estaba expuesto sólo de manera tácita, haciéndolas más voluminosas y de forma distinta a como creía antes que eran. Si el edificio que soportaba el cartel parecía alternativamente un mueble, un aparato electrodoméstico o un adorno de escritorio, era porque todas esas cosas eran parte de un objeto mayor que las agrupaba: el objeto de diseño contemporáneo. Si vibraba el teléfono en mi bolsillo, su contorno era, menos la carcasa que lo contenía, que las cosas que estaban afuera conectándolo con el interlocutor distante, con el operador remoto que envía servicios adicionales y ofertas de uso que sigilosamente se le adhieren a diario, o incluso con la nueva generación de artefactos de relevo que de seguro ya estaba esperando en las mesas de diseño; todo ello accediendo a la humilde carcasa con la misma facilidad con la que mi mano la tomaba normalmente al contestar una llamada. El teléfono era nada más que un punto de roce, un asa con la que mi mano distraída tomaba esa maraña enorme e invisible de relaciones que la devoraba. No por otro motivo —pensé entonces— las arquitecturas de vanguardia toman elementos de espontaneidad, como cajas o vasijas golpeadas o hipertrofiadas, racimos de ventanas desordenadas, o la simulación de desprendimientos, fracturas y derrumbes, para transformarlos en cosas habitables; buscan reconstruir individualidad, pero muy conscientes de que al final, probablemente, contribuirán con ello sólo a sumar más lenguajes periféricos a las cosas mismas.
Entré a la casa con la sensación de esa voluminosidad atroz de las cosas aún acompañándome. Pulsé el interruptor de la luz y… ¿cuál era su contorno? No era el borde de su forma. La pequeña pieza atornillada al muro era el simple muñón de un aparato eléctrico escondido que ejecutaba el espectáculo, mucho mayor, de la noche incandescente; una fisonomía probablemente, la de ése aparato, como la de un gigantesco arbusto seco que se ramificaba al interior y hacia afuera del edificio. Me centré después en dos pequeñas cajas de cartón que estaban a la mano; una era irregular y con una cara curva, la otra perfectamente cúbica. La caja curva, debido a su peculiar contorno, no dejaba de incitarme a adivinar de qué cosa podía haber sido embalaje; no podía separarla de eso que, sin estar allí, sin ser ella misma encarnada en espacio y tiempo real, la preformaba. Era un recipiente abandonado; el resto visible que invocaba el enorme aparataje de su existencia sin llegar a revelarlo. De la otra caja nada de eso me preocupaba; parecía estar presente, completa y lista para cobrar un sentido a partir de lo que se me ocurriese guardar en ella; pero luego, aparecieron elementos externos rodeándola tan excéntrica y remotamente como el contenido ausente que había hecho curva a la otra caja. Por un lado, estaba presente de manera tácita la idea inabarcable de un cubo mental perfecto interpuesto como tamiz insalvable entre ella y mi percepción, y por otro, cuando la desarmaba, aparecía implícito en el contorno plano de la figura de cartón resultante, el procedimiento para su reproducción, la presencia fantasmal de una maquinaria desconocida con un probable set de guillotinas bien calibradas para cortar figuras que, al ser dobladas y ensambladas, armasen cajas de varios tamaños, incluso cajas curvas. En su imprecisión, estas cajas no eran diferentes al cajetín plástico del interruptor que estaba empotrado en el muro, ni a ninguno de los que, amontonados en el anaquel del almacén de suministros eléctricos, los electricistas cogen en puñados pensando no en otra cosa que en los circuitos que armarán. Los únicos contornos precisos parecieron entonces estar en las cosas dentro de mí, en sensaciones como la del vértigo voluminoso que me invadía, que si trataba de comunicar, no podía sacar de mí más que como una idea general que no explicaba lo que sentía. Nada tenía que ver la idea de un «vértigo voluminoso» escrita o mencionada, con el sentirlo, con el instante vertiginosamente voluminoso que quedaba confinado dentro de mí como una piedra de contornos exactos, como una abertura dolorosa en la carne hecha por la punta fría de una lanza cuyo mango impreciso se aleja para internarse difuso en el espacio de allá afuera; un espacio lleno de cosas que funden su individualidad material con su idea al extremo de hacerse ya imposibles de ser separadas.
A la cosa perfectamente individual que era mi vértigo voluminoso, no la podía extirpar para ponerla en un tubo de vidrio y verla en sí misma separada de su idea general, pero sí podría hacerlo quizá con una cosa material, sobre cuya hechura si tuviese control; allí, sí sería posible ejecutar la separación. Podría, tal vez, sacar uno de esos cajetines eléctricos de su plan predestinado y usarlo, por ejemplo, de portalápices en mi escritorio, esperando pacientemente que el electricista que se siente frente a mí sienta la urgencia a reinstalarlo inmediatamente en algún circuito. Y fue tras esta especulación que algo inesperado de pronto sucedió. Al imaginar un cajetín eléctrico puesto en la mesa con lápices en su interior, los contornos del nuevo «portalápices» pasaban a coincidir con los bordes de su forma; su antigua voluminosidad inabarcable se reducía de algún modo al cuerpo presente; el cuerpo de una cosa individual que, debido a que no perdía su significado original, tampoco conservaba el actual más allá de ese momento preciso, porque si se reinstalaba en un circuito o se tiraba a la basura dejaba de ser, en el acto, un portalápices. Ya no parecía tan difícil construir una caja que conservase sus contornos definidos. Así como el cajetín no había sido antes un portalápices, esta nueva caja debía procurar no haber sido antes un embalaje convertido en forma técnica repetible. Amarré entonces, siete de las fichas de un dominó de madera y configuré con ellas un recipiente con cuatro paredes y un fondo, pero sin tapa, y obtuve una caja hecha con partes que no eran las de una caja, pero que pudieron ser tomadas prestadas para usarse como tales. Era una cosa que no servía para nada fuera de su circunstancia presente y que devenía, por ello, en una individualidad cuyo límite coincidía estrictamente con su contorno material. Era un objeto abierto, vacante y subjetivo que no era engranaje de ningún sistema de eficiencia, y que estaba listo para recibir en su interior monedas, lápices, tarjetas, algunas de las restantes piezas del dominó o lo que fuese. No pude entonces evitar imaginar la silla en la que estaba sentado, sustituida por una de contornos nítidos. Tendría que estar despojada de la mayor cantidad posible de significados accesorios; del aporte de un diseñador, de los rastros de mecanismos industriales de producción, del oficio de un artesano y en fin, del ejercicio social progresivo que la habría hecho óptima, factible y repetible. ¿Qué quedaba al final? Ciertamente una silla que no se querría duplicar, despojada de todo excepto de ese impulso connatural que habría llevado a quien usó la primera jamás construida, a recolectar y combinar partes de una manera simple. Y las que así se comportan son, en efecto, aquellas casuales, similares a las que usan cuidadores de autos, verduleros o limpiabotas en la calle, hechas de partes recolectadas —asientos huérfanos, tablas, tubos, gomas, bastidores, alambres o sencillamente un recipiente vacío puesto boca abajo— que pueden o no haber pertenecido a otras sillas, pero que ayudan a armar una estructura provisional; una estructura que indudablemente surge de la cultura, pero que no se asimila a sus sistemas de regularización porque, después de usarse, tiende a desaparecer.
Resonó entonces el carillón de viento que está colgado del techo en algún lugar de la casa.[1] En otro momento, el campanilleo hubiese pasado desapercibido, pero en el curso de esta especulación, no pude evitar imaginar un campanil individual, uno que no imitase un modelo ni expresase en su ensamblaje ningún virtuosismo aprendido. Como la silla, la caja de siete fichas o el portalápices, habría de ser un objeto armado en el instante a partir de unas partes individuales que en su completitud estableciesen, debido a un diálogo factible entre ellas, una forma de relación que no pudiese extraerse como propiedad aplicable a otra cosa. No podía estar hecho más que de partes para las que no se diseñaría una forma de articulación estética o mecánica, sino que simplemente se aproximarían; porque cualquier articulación planeada implicaría haber modelado la materia, haber impreso un estilo, haber hecho aparecer un ensamblaje que ya no se podría desarmar, quedando atrapado en la obligación de tener que evolucionar encarnando subsiguientemente la aparición de un objeto culturizado destinado a ser idéntico a miles de facsímiles extraídos del mismo molde. Podía, entonces, fijar un tornillo con forma de gancho al techo —de esos que normalmente hay que comprar en empaques de doce, aunque sea uno el que se necesite—, y anudarle una cuerda de la cual colgar un cuchillo de mango metálico a modo de péndulo. Podía amarrarle a media altura un plato de cartón que resistiese el viento y propusiese una oscilación, y poner tres botellas de vidrio en el suelo en torno al eje vertical que se iniciaba en el gancho, llenas cada una con una diferente cantidad de agua para calibrar armónicamente el sonido del cuchillo al golpearlas.
El carillón de viento individual, al menos como un proyecto, había pasado a existir. Construido, resultaría tosco y nada transportable; una anécdota o ingeniosa curiosidad, al mismo tiempo improvisada y hasta infame, que quizá nadie se atrevería a colocar en su casa para sustituir a la versión convencional, pero siendo ésa justamente su mayor virtud: el haber podido ser imaginado como una suerte de danza espontánea e inexperta, combinando movimientos tomados directamente de la vida diaria, hecha sólo por el placer de destinar su reunión eventual a existir ejecutándose en el lugar que ocupe hasta que se decida desarmar en sus partes y, devolviéndolas al lugar que originalmente ocupaban, cancelar para siempre su existencia; una danza hecha para no tener que evocar las pautas del baile socializado, y más bien establecer un contrapunto a su presencia a veces opresiva.
¿Y si por algún motivo, tras haber desaparecido su primera encarnación material, el artefacto en cuestión quisiese reconstruirse? ¿Atentaría contra su naturaleza individual, contra su condición de único el haber hecho evolucionar su provisionalidad a algo más estable, a una suerte de sistema de producción, conservación y registro? Probablemente sí. Pero, ¿y si también quisiese conservarse, pese a todo, su individualidad? Sería esa entonces, la obstinada tarea autoimpuesta de llevar esa individualización inicial «ingénua», un paso más allá, de depurarla pero sin despertar ninguna pretensión de artisticidad; cosa factible, por otro lado, sólo en el terreno del arte. ¿Un contrasentido? Probablemente. Pero, ¿no es el arte justamente el lugar donde un artefacto puede fingir no ser arte y parecer pura «cosa»? Así, el primer campanil espontáneo ya desensamblado, podría reconstruirse de modo más sólido, estable y transportable buscándose botellas de dimensiones y tenor tal que mejoren sustancialmente el sonido; haciéndose un armazón que las sostenga en el aire fijando distancias apropiadas, corrigiéndose el péndulo al sustituir la cuerda por una vara y el plato de cartón por tres caras metálicas redondas colocadas en forma radial para captar el viento en todas las direcciones. Podría sacarse al singular carillón de su estricta casualidad para proponerle una forma más duradera que no sacrifique su individualidad. Podría incluso, llegar a habitarse un artefacto ensamblado de este modo tal como se habita en una arquitectura, y asimismo, podría nada de eso ser posible.

[1] Se denomina tradicionalmente «carillón» al conjunto de campanas de una torre; conjunto que produce un sonido armónico por estar afinadas en relación mutua. También se denomina así al instrumento musical de percusión formado por un juego de tubos de acero que producen un sonido armónico al ser percutidos por pequeños mazos o baquetas. Aquí me refiero a su versión decorativa, a la derivación popular de este artefacto que se cuelga frecuentemente en algún lugar de la casa, y que está formada por un racimo de tubos, de acero, de bambú, de vidrio, o por cuentas de piedra u otro material, que penden en torno a un péndulo que los golpea de manera aleatoria, sea por efecto del viento o el batir de la puerta, si es que el instrumento esta colocado en ella, produciendo sonidos que dependen de la manera en que esas partes están calibradas armónicamente.

LA CARNE

APUNTE, ND

Era temprano y la película comenzaba aún dentro de media hora; decidimos, de igual modo, comprar los boletos. Frente a la taquilla, me sorprendió el mecanismo de control de los puestos vendidos; consistía en una pequeña tablita perforada en la que cada orificio correspondía a la ubicación de una butaca. Los orificios iban quedando vacíos a medida que se vendían los boletos que previamente habían sido puestos enrollados en cada uno de ellos. Este detalle era uno, entre muchos otros, de los que daban a pensar si es que habrían pertenecido siempre al uso real de la sala, o se habrían colocado con posterioridad en virtud de que, además de ser económicos, daban al cine su connotación característica de lugar alternativo al circuito comercial. Se trataba de una vieja sala de modestas proporciones ubicada en el centro de la ciudad, construida probablemente en la década de los ochenta, que más tarde fue acondicionada como cine.
Era la primera función, la sala estaba aún vacía y al vernos allí parados, el sujeto que recibía los boletos accedió a dejarnos entrar. Había estado en ella un par de veces, pero en esas oportunidades había ingresado a oscuras, con la proyección de los avances y los avisos comerciales como único foco de atención. Esta vez, la sala se me presentaba vacía, limpia, fría y bien iluminada. Siguiendo la costumbre de buscar la mejor vista, nos sentamos en la fila central, justo bajo el eje simétrico sobre el cual pasaría el rayo del proyector cuando se apagasen las luces.
Sentados, y transcurridos unos minutos de conversación, sobrevino uno de esos característicos silencios. Nada había que decir; la temperatura de la calle, la luz del día, sus ruidos y olores propios, la venta de libros, las artesanías, los bares y cafés con mesitas en la calle y el ruido de las anchas avenidas aledañas con su gran caudal de vehículos, habían quedado atrás; sólo estábamos los dos en la entraña vacía de un edificio de paredes iluminadas impregnado de ese olor característico que emana de los tapices y las alfombras viejas y que se percibe cuando, gracias al trabajo de los enfriadores mecánicos, el aire queda libre de los olores de afuera. Buscando alguna frase con la cual llenar ese intersticio de silencio, a veces incómodo en el curso de una conversación con alguien que se está conociendo, comencé a detallar rápidamente el lugar en busca de algo que ameritara ser comentado. Componían la sala una serie de elementos arreglados en unidad, pero una unidad nada compacta. Estaban allí las partes necesarias para equipar una sala de cine, pero parecían simplemente agregadas a las paredes sin una articulación real entre ellas ni con los muros más que mediante un simple atornillado, colgado o superposición. Eran visiblemente cosas tomadas de otros lugares; pero no parecía ser un ensamblaje hecho por añadiduras en el tiempo, sino todo de una sola vez y de la mejor manera posible dadas unas precarias condiciones de recolección. Los altavoces gozaban de completa autonomía; poseían tal identidad como elementos individuales que al verlos, se producía instantáneamente la evocación de los posibles equipos o instrumentos musicales cuyo sonido habrían estado amplificando poco tiempo antes de que alguien los colgase al muro; la integridad de su identidad, preservada en el nuevo ensamble, evidenciaba ese traslado literal que ahora era posible deshacer mentalmente. Lo mismo sucedía con las butacas; algo, sin poder decir exactamente qué, afectaba sus dimensiones y su inclinación respecto a la pantalla, sintiéndose como las sillas de otro teatro trasladadas a éste. Los ductos de aire, ubicados directamente sobre los muros, y el extraño plafón que cubría el techo, también daban la impresión de no ser elementos del lugar, sino añadiduras. Para terminar, unas extrañas líneas verticales decoraban los muros pasando por detrás de todos estos elementos acrecentando la sensación de superposición.
Esta observación fugaz la complementé enseguida con otra, igual de breve, sobre las salas de los multicines. Todas estas partes sobrepuestas que daban a entender que no había otra manera de colocarlas sino literalmente colgadas sobre los duros muros del viejo edificio, eran los mismos elementos que en las salas de los cines más modernos quedaban perfectamente fusionados a la caja de muros configurando una unidad. En esas salas, antes de comenzar la película, cuando las luces están aún encendidas, se escucha a veces una música ambiental que uno no sabría a ciencia cierta de dónde proviene, pero que invade el espacio creando una atmósfera envolvente; de seguro unos altavoces, y el resto de elementos de acondicionamiento, están ocultos en unas paredes que, a su vez, han sido creadas para contenerlos y disimularlos. La forma y el material de esos muros, si es que es pertinente llamar así a estas estructuras, son independientes al edifico que los contiene, porque se trata de un sistema que prevé en su programación las distintas posibilidades de configuración de unas baterías de salas prácticamente adaptables a cualquier gran espacio. Después de haber visitado tres o cuatro de esas salas, incluso en diferentes países, uno termina por acostumbrarse al hecho de que poseen la capacidad de no encarnarse en una efectiva presencia, sino en una suerte de ausencia presente. Hay allí, diríamos, una cosa antepuesta a mi consciencia, pero mi consciencia reacciona ante esa cosa no vinculándose efectivamente, sino a su imagen como forma de preexistencia: la imagen característica que representa culturalmente al objeto en cuestión y que hace que se perpetúen sus réplicas aquí y allá.
De vuelta a la precaria sala, nos encontrábamos con los mismos elementos que en aquellas salas elevaban la experiencia sensorial, pero en un arreglo cuya fábrica, demasiado evidente, sólo iba a desaparecer cuando se apagasen las luces y quedase en segundo plano el grotesco ensamblaje; uno, por lo demás, que no iba a generar, como en aquellas salas, el impulso a querer repetirlo, porque lo que se encontraba allí era, a todas luces, una eventualidad, en la que la labor de trasladado literal de partes tomadas de otros contextos incluía finalmente el traslado literal de la propia presencia abstracta de una sala de multicines moderna para hacerla colisionar al interior del viejo edificio. Los roces, en ese tipo de encuentro, no podían sino ser evidentes; era una cirugía mal hecha que evidenciaba unas pretensiones no alcanzadas, pero que por eso mismo, exhibía una potencia lírica como la de un collage, con sus bordes de encuentro entre materiales diversos abandonados a la imposibilidad de fusionarse completamente, decretando su materia, algún tipo de inteligencia propia o de derecho a expresarse por sí misma y negarse a ser manipulada.
Todo este pensamiento, que no ocupó en mi mente más que unos segundos, era un acto personal dirigido exactamente a la misma cosa en el centro de la cual ambos estábamos inmersos, cosa que para ella constituía quizá sólo un ensamblaje funcional hecho de una manera un tanto descuidada. Indiferente a nuestros pensamientos, en todo caso, la sala yacía allí de una forma única a la que ni ella ni yo podríamos nunca acceder. Cuando comenzó a entrar la gente tomé tres fotos, como para capturar esa particularidad que simplemente parecía en cualquier momento poder desaparecer.

ESCALERRA

APUNTE, ND

Y aquí voy otra vez, bajando por esta escalera incómoda que, para unir el patio de madera con la biblioteca que está debajo, a un arquitecto se le ocurrió diseñar y construir. La primera vez que bajé por ella sus escalones, de poca altura y ancho excesivo, hicieron tan lento el descenso, que para desentorpecer los pies, e intentar mantener un ritmo natural, tuve que descender de a dos peldaños. Pero haciéndolo de ese modo, el impacto de cada paso se volvía tan violento y ruidoso, que al repercutir, tanto en mi cuerpo como en la paz de la biblioteca, no quedaba otra opción que la de volver a ejecutar los interminables pasitos cortos. Después, encontré un escrito que la definía como un dispositivo de transición; uno, cuyo propósito era justamente el de adaptar el descenso al cambio de ambientes. Se trataba, según ese escrito, de un artefacto que, en lugar de unir progresivamente las cualidades de los dos espacios que vinculaba debido a una adaptación consciente por parte de quien descendiese, operaba más bien como un torniquete del metro o un resalto en la calle; es decir, al modo de un mecanismo cuya función, independiente a la consciencia del descendente, era la de «atenuar» sus pasos, adaptando obligatoriamente el caminar entre lo que era «arriba, afuera y bullicio», y lo que era «abajo, adentro y silencio». Hoy cuando la uso, ya no me toma por sorpresa; ahora, esa obligación a ejecutar esa suerte de danza a un ritmo distinto, es para mí su forma de ser; una forma que me volvería a sorprender si, con la repetibildad de los torniquetes o los resaltos, comenzase a aparecer en otras escaleras, y que dejaría de sorprenderme del todo si su forma terminase por convertirse realmente en la de algo habitual; en la forma de ser de muchas escaleras ahora trasformadas en «atenuadores»: un tipo de artefacto común que, a esas alturas, ya no necesitaría que una voz externa lo explicase o que explicase que su aparición no contiene un error, porque su concepto ya sería parte de la cultura.[1] Pero cada vez que uso la escalera, también me da por pensar, que no es tan fácil unir el ser de un objeto útil hecho en la usanza o la habitualidad, al ser de un mecanismo nuevo que se tenga a bien imaginar, y que al menos por ahora, es injusto dotar de esa responsabilidad a la escalera alterándole sus peldaños, convirtiéndola en una anomalía cuya rareza (o error), si me lo preguntan, sí le añade al mundo un cierto interés.

[1] Es algo parecido a lo que ocurre con las escaleras mecánicas. En ellas, uno acepta la imposición maquinal de un artefacto, de un ingenio que sabemos oculta bajo la apariencia de una gentil escalera, sin que nadie deba explicarlo, un enorme animal silencioso de engranaje, cadena metálica y electricidad. Pero es un ingenio abiertamente esclavo que ya ha sido adjudicado a la categoría de las cosas utilitarias puestas allí para hacer de la mejor manera lo que se espera que hagan. La escalera mecánica no reclama la atención de quien la usa por el hecho de que altere su respiración o su paso; esa alteración, que sí ocurre, ya no es en sí misma algo peculiar. ¡Y claro que podría este animal mecanizado y de dócil apariencia encarnar a un ser demoníaco! Pero ello estaría inserto en una reflexión opcional permitida justamente por estar construido bajo esa ley implícita según la cual, ya se ha aceptado que las escaleras están hechas para suavizar el roce entre espacios comunicados a diferentes niveles; espacios que, en cambio, sí pueden estar animados de maneras inusuales porque los espacios, más que las escaleras, son los que afectan a las personas, y las personas, más por los espacios que por las escaleras, parecen desear ser afectadas. Quien ha hecho antes escaleras, las ha hecho expresamente para que pasen desapercibidas o sobreentendidas; para que quien las use evoque la experiencia que le han facilitado; tal como cuando se brinda o charla con un amigo, y lo que se recuerda, por sobre el recuerdo del músculo siendo impactado por un vaso o un asiento, es la peculiaridad del contenido humano expresado. Pero es también posible, y hay que admitirlo, que de vez en cuando la peculiaridad de un vaso o un asiento sí ayude a fijar en la memoria de una manera especial la experiencia humana de un brindis o de una charla.

EL PODEROSO RESORTE

ENSAYO, ND

PUBLICADO COMO ‘EL PODEROSO RESORTE DE NUEVA YORK Y LO VIRTUAL’
REVISTA (A+C) N°3. USACH 2010. PP. 119-127

INTENCIÓN

Un trozo de metal puede clasificarse por el acuerdo de un amplísimo grupo humano; un martillo o un automóvil aún son relativamente fáciles de clasificar, pero no parece ocurrir lo mismo con objetos de índole creativa, como los edificios de autor. Son edificios, desde luego, pero no es difícil percatarse de cuantas otras extrañas presencias vienen en ellos encarnadas. Tomando eso como punto de partida y considerando el Museo Guggenheim proyectado por Frank Lloyd Wright para Nueva York como sujeto de análisis, haré una breve reflexión sobre esa cualidad volátil que la materia del edificio de autor adquiere en la cultura.

ACCIÓN

Estaba parado frente a uno de esos centros comerciales de rampa helicoidal continua que tuvieron su auge en Santiago hacia la década de los setenta; el «caracol» que se hace ampliamente visible en el cruce entre las avenidas Irarrázaval y Pedro de Valdivia. Si miraba exclusivamente su «forma», podía ver sin duda la cáscara enrollada de una fruta, la concha de un molusco o, ciertamente, ese cilindro vacío orientado al cielo que, al agrupar hormigón y vidrio en espiral a su alrededor, hizo aparecer por primera vez el museo Guggenheim de Nueva York; el mismo que alguna vez Borges, casi ciego, percibió como cualidad esencial de aquel edificio: «…yo no podía distinguir los objetos —expresaba el escritor argentino— pero sí la luz, y notaba que el recorrido no era en línea recta (…), íbamos bajando en círculos, porque la luz siempre estaba a la derecha; una luz que provenía de una cúpula de cristal, me dijeron, y que yo notaba sobre mi cabeza como si no estuviéramos en un edificio sino al aire libre…» (Grau, 1989). Pero lo que sobre la apariencia de esas formas pasaba a primer plano ante mi percepción, y aunque caído en desuso tras la aparición del espacio indiferenciado que propuso después el shopping mall, era el uso de esas formas como modelo para reproducir edificios comerciales; otra muestra notable de lo cual, la tenemos en ese otro caracol, menos evidente porque tiene la mayor parte de su cuerpo incrustada en el subsuelo, que aun se encuentra en el cruce entre Los Leones y Providencia. En síntesis, estaba mirando un edificio tan «regularizado» como puede serlo el departamento que habito, la casa seriada de aquel barrio o la torre de cristal que aloja oficinas más allá; una neutralidad instrumental que, como la tramoya de un escenario vacío, permite a las personas que la usan poner en primer plano el desarrollo de sus propias vidas por sobre cualquier otra cualidad arquitectónica ofrecida; una neutralidad que sitúa a esa estructura que la porta, y en el sentido más pragmático del término —de constituir un bien para las necesidades de una mayoría—, como un edificio «concreto»; naturaleza muy distinta por cierto, a la del museo que habría servido de referente, cuya singular concepción ocurrió probablemente cuando, en 1943, Frank Lloyd Wright recibió la carta en la que Hilla von Rebay, consejera artística de Salomón R. Guggenheim, le pedía que diseñase una suerte de «templo dedicado al espíritu». Con esa significación solicitada, y a la espera de que fuese la que recibiesen las personas al verlo, el edificio apareció construido un día, pero suscitando en cambio, una percepción, a lo menos distinta e inquietante, que despertó en clientes, autoridades, artistas y la opinión pública, un sinfín de polémicas sobre su naturaleza, ninguna relacionada por cierto con la idea de un templo. Comenzando con el desagrado del propio Wright a hacerlo en ese lugar, el edificio lidió con una serie de percepciones capciosas emitidas desde la cultura: ¿qué era?, ¿un excusado o una fuente?, ¿un espiral geométrico o un zigurat invertido?, ¿el embrión para un espacio existencial de mínimo roce o un juego mecanicista al que había que subir por un elevador para dejarse conducir gentilmente y en descenso por la rampa helicoidal? A través del tiempo fue llamado sarcásticamente «caracol», «lavadora», «bollo indigestible» o «tazón de cereal invertido»; «si era un error —opinó el escultor Jacques Lipchitz— era uno bien grande»; …«sólo se comprimiría y estiraría como un poderoso resorte», opinó finalmente el propio Wright, al expresar con orgullo que su edificio sobreviviría incluso una explosión atómica.[1]

REFLEXIÓN

Cabe entonces la pregunta: ¿por qué los edificios «singulares» que produce la disciplina de la arquitectura, que su propia historia aplaude como grandes logros, y que han sido proyectados bajo la vocación sincera de celebrar la vida común de las personas, quedan frecuentemente atrapados en un modo de comprensión —popular, intelectual, económico, político o de consumo— muy diferente al que sus autores o la lectura disciplinar hubiesen imaginado, recibiendo generalmente apatía, recelo o distanciamiento y sólo en el mejor de los casos, alguna discreta admiración? La cultura, diríamos conjeturando una respuesta, aún sin haberlos entendido, opta por recibir estos edificios desde la posibilidad que le presentan de ser «clasificados» como pertenecientes a un «tipo»; justamente, al tipo de edificio que, en oposición al que ese mismo ajuste ya ha clasificado como regular, se caracterizaría por venir cargado de cierta incomprensión innata, de cierto sentido inestable mayormente construido en la mente que lo creó, y de una materialidad volátil que acepta ser definida desde diversas alusiones, referencias y nombres; un tipo de máquina extraña que viene finalmente a ejecutar una música nueva, que en vez de hacernos bailar instintivamente, de haber tomado ritmos y cadencias existentes, ejecuta el son de una danza inédita que debe ser realizada bajo una suerte de incondicionalidad y entrega casi mística; un tipo de edificio que, de ese modo, se constituye una experiencia opcional, de evasión, reflexión o juego que, como tal, hace lícito el abordarla con menos rigor o importancia.
De pronto, el mecanismo del caracol ante el cual estaba parado, me pareció ser el de una máquina espiral aún más compleja que su referente, pues al llevarlo activado retrospectivamente de manera tan literal, quedaba ciertamente poseído por una inmaterialidad varias veces más siniestra que la del edificio de Nueva York; una inmaterialidad que, sin embargo y por costumbre, las personas no estaban en capacidad o interés de captar. Esto me llevo a considerar, también de un modo cultural, que aquel ejercicio de clasificación del edificio singular que produce la disciplina de la arquitectura por parte de la personas, podría esconder en realidad un problema de comprensión, para cuya solución intuí dos posibles caminos. El primero, consistiría en que, al estar ante uno de estos edificios singulares, el observador o usuario se niegue a hacer ese ejercicio cultural de clasificación y proponga a su mirada, como lo hace la fenomenología, poner entre paréntesis lo sobreentendido para poder ver el puro recipiente en el que han sido calzados unos determinados fenómenos; o dicho de otro modo, que esa mirada, que sabe que con las cosas limitadas del mundo cabe, por «puro gusto» como decía Baudrillard, hacer su inventario, pudiendo «clasificarse la inmensa vegetación de los objetos como se hace con una flora o una fauna», clasifique a este edificio como un objeto per-se «inclasificable»; pero eso sí, sosteniendo la premisa, y sería esto lo más importante, de que como igual a todo objeto, éste también habría «aparecido para transformar alguna cosa» (2004, p.1), y aceptando que no podría haber aparecido a menos que a su materia se le hubiese «in-formado», y que por consiguiente no sería ni verdadero ni falso sino formalmente «conveniente» (flusser, 1999), intentar «ver» la naturaleza de esa labor de transformación. Allí, la mirada habría aceptado que, así como la forma edificio puede usarse para materializar un dintel, una columna o un muro, también para materializar la memoria, el aire, el neuma, el sufrimiento o el éxtasis; habría aceptado que la deformación que Wright perpetró en el hormigón perecedero del Museo, fue hecha para hacer aparecer un mundo formal imperecedero que ya existía, en las conchas de moluscos, en los zigurat, en las pirámides escalonadas y en diversos recipientes platónicos; mundo que, en tanto susceptible de recibir una mirada teórica, también pudo usarse después para rellenar la materia perecedera de unos edificios comerciales regularizados en Latinoamérica. Pero como normalmente no vivimos interesados en realizar este ejercicio cognitivo, que lo que nos vendría a decir es que toda materia lo que contiene al final es nuestra propia experiencia, el segundo camino posible en la solución del problema de comprensión que suscita a la mirada el edificio singular, sería el de contemplar, desde su propio nacimiento, la posibilidad de que la forma entregue por sí misma la clave del entendimiento de su singularidad; es decir, que se ejecute el proyecto del edificio desde el compromiso disciplinar de estudiar de antemano qué cosas, en tanto máquina que va a procesar la materia, habrá de transformar al instalarse en la cultura, y subsecuentemente, arrojar de ello una imagen literalmente comprensible.
Llegado este punto, tuve que admitir cierta la posibilidad tercera de que lo más sensato bien podría ser el no conjeturar a tales extremos, y aceptando tanto la levedad de la mirada como la subliminalidad del edificio singular, simplemente dejar que estas obras sean lo que son: unos fabulosos engranajes que atormentan nuestra conciencia cada vez que entramos en ellos invitándola a una suerte de ceremonia dada entre lo material y lo inmaterial …bienvenidos al templo.

[1] Datos obtenidos de un Articulo de 1959, publicado en la versión en línea de la revista TIME. Time Magazine, LAST MONUMENT, November 2, 1959. Fecha de consulta: 10 de Noviembre de 2008.

Baudrillard, J. 2004. El sistema de los objetos, Siglo XXI Editores, Buenos Aires.
Flusser, V. 1999. Filosofía del Diseño, Editorial Síntesis S. A., Madrid.
Grau, C. 1989. Borges y la Arquitectura, Editorial Cátedra, Madrid.

PASARELA

APUNTE, ND

La mayoría de las pasarelas elevadas que cruzan avenidas con tránsito vehicular, están tipificadas; su hechura consiste en elevar el paso de los peatones a la altura de una viga, adaptable a varios anchos de calle, provista de escaleras o rampas estandarizadas en los extremos. Cada tipo, es la optimización de un tipo anterior concebido dentro de un campo de estudio referido al diseño normalizado de pasarelas. En Valparaiso, cruzando la avenida que da hacia la costa apareció un día, ocupando el lugar que de otro modo le correspondería a una de esas pasarelas tipificadas, un objeto que es, en cambio, único e individual. Parece ser el ensamblaje de tres partes bien diferenciadas, hechas de madera, metal y hormigón en distintas proporciones, sacadas directa y literalmente del ámbito amplio de las cosas preexistentes en el mundo; dicho de otro modo, son partes que mantienen en el ensamblaje que forman, un significado propio que permite que, visualmente, puedan ser separadas física y funcionalmente. Una, es un segmento de arco que se asemeja a la estructura autosuficiente de un antiguo puente curvo de madera, uno de cuyos extremos, el opuesto al mar, se apoya directamente en el suelo. La otra, es un alto pedestal de cemento y barandas metálicas que, de aspecto más industrial como el de un elevador de carga, un andamio, una plataforma de observación o una de las bases de hormigón prefabricado recuperada de una autopista, recibe el otro extremo del puente al otro lado de la calle. Y la última parte, es una escalera que, similar a la que se sobrepondría a la salida de emergencia de un edificio, a la salida de un avión o de un barco, desciende paralela a la calle desde el pedestal. Lo que se suscita con el ensamblaje de esas tres partes, es justamente la evocación de la circunstancia única que las reúne: la presencia del mar, un ancho de calle particular, y una breve plaza adyacente que recoge la gran afluencia de gente que, al otro lado, va a abordar el bus o el tren. Es, en tanto pasarela, mucho más que una cosa funcional, y como cosa funcional, es mucho más que una pasarela. Es un mirador elevado clavado frente al mar —que aún sin la escalera lateral seguiría funcionando como una prolongación orgánica de ida y vuelta sin descenso desde la plaza, o ajeno a la plaza si se le conservase la escalera lateral pero se prescindiese del puente curvo— que permite a la mirada, al superar el ancho bandejón del puerto saturado de maquinaria, mercancía, enormes neumáticos de camión y containers, contemplar directamente el frente marino. Pero lo que en realidad hace única a esta estructura es el que dada su presencia, de ésa manera y en ése lugar, esos significados pueden coexistir sin que dejen de ensamblar finalmente una pasarela.

CONCAVIDAD

BREVE, ND

En el lecho del cauce veloz
me detuve en la cavidad de una grieta
y de espaldas a la corriente produje,
entre el muro y yo,
un espacio curvo que llené con mi aliento

El cauce pasó veloz hacia atrás
aplanado por el flujo que aceleró en su lisura
Un pliegue en el cauce elevó
oscilación, cerro, bahía
Turbulencia lejana al caudal liso de la veloz meseta
pero presente al observador en el borde

Melló el cauce y leve se insinuó
perpendicular un codo
Accidente que se encorvó en cresta
y desplomó en catástrofe cóncava
Crater de torsión a partir de la fuerza telúrica del movimiento lineal
Piedra
Aspereza en el pasado